Cartas de amor y pan

Para Laura, que le gustan las epístolas

y para Ignacio, que ya está muy viejo para escribirlas

El 20 de mayo de 1930, en un pequeño municipio llamado Cáqueza, en la frontera sur de Cundinamarca con el Meta, nació Ignacio; hijo de José David y Mariana, campesinos ambos en esa pequeña región famosa por los cultivos de sagú, una cepa bien particular de la cual se saca una harina usada para hacer panes, coladas y sopas; y la cría de cerdos, materia prima principal para la elaboración del piquete, un exquisito manjar típico del lugar, por el que a diario lo visitan cientos de personas y que, además, ostenta una preparación única de la morcilla, a la que le añaden ahuyama para lograr la textura y el sabor tan característico que por décadas se ha mantenido. Pero bueno, de comida no vinimos a hablar acá, o por lo menos no de esta comida. 


Siendo el menor de cuatro hermanos varones, a la edad de once años, Ignacio queda huérfano de padre. Una afección de salud se lleva fulminantemente a José David, dejando a Mariana con unos cuantos pesos sobre la mesa y con cuatro hijos jóvenes que sacar adelante. No había mucho por discutir, uno y solo uno de los hermanos tendría la posibilidad de estudiar, por lo menos para terminar la primaria, que en aquella época ya era mucho. Los otros tres tendrían que trabajar para ganarse el pan y para ayudar en casa. Aquel que estudió y en el futuro tendría su negocio como comerciante sería Abraham. Sin embargo, su hermano menor, Ignacio, tuvo que trabajar. Abandonó la escuela apenas terminó tercero de primaria, y se olvidó definitivamente de la pizarra con la que copiaba en tiza la lección para repasarla y repasarla en casa durante las tardes, antes de borrarla y dejarla lista para el otro día. A sus once años sabiendo leer, escribir, sumar, restar y multiplicar, Ignacio ya estaba listo para la vida. 

Bogotá en los años cuarenta.


Era 1941, por esa época el presidente era Eduardo Santos, liberal. El tipo fue famoso porque supo mantener a Colombia muy neutral durante el periodo de la segunda guerra, y además fue como un intento de Perón en el país. Creó el Ministerio de Trabajo y ayudó a que la clase campesina y trabajadora comenzara a ser considerada como ciudadanos de derecho. Ignacio, a sus once años, dejaría de ser niño para pasar a ser uno de esos tantos trabajadores, sería un adulto prematuro. Su mamá tenía un contacto en Bogotá, un amigo de la familia. Aquel hombre tenía un negocio grandísimo con el pan y accedió no solo a darle trabajo a Ignacio, sino que lo apadrinó. Le ayudaría y le brindaría todo el apoyo posible a ese niño para que aprendiera una labor y creciera trabajando, labrándose su vida. 


Las siguientes lecciones que recibió Ignacio no fueron con una pizarra en la mano ni mucho menos en un salón de clase, fueron en un salón de panadería, en el centro de Bogotá. Con un mesón grande laminado en aluminio, batidoras de pan, rodillos, bandejas, escaparates y hornos. Con apenas una década y alguito más de vida, aquel niño se convirtió en un aprendiz de panadero. Su hogar se transformó; pasó de ser la pequeña casita de la vereda, con gallinas, huerta y cerdos en las cocheras para convertirse en un edificio de cuatro pisos, con un personal de aproximadamente quince personas que durante el día se movían de aquí para allá, entre volutas blancas de harina y levadura, produciendo cantidades navegables de pan. Su padrino le acomodó una habitación en la que compartía con otros empleados. Tendría las tres comidas del día, la dormida y toda una jornada, cada día, para aprender a hacer bizcochos, galletas, mogollas y toda suerte de panes. El niño Ignacio llegó a lo que sería su nueva familia, la fábrica de pan. 


Era en efecto una fábrica de pan, no una panadería. No tenía mesas, ni vitrinas, ni ningún tipo de atención al público. Se hacía pan a puerta cerrada en cantidades industriales, era mucho, muchísimo pan. Y en ese entorno de arduo trabajo creció Ignacio. Lógicamente volvió a Cáqueza a ver a su mamá y sus hermanos, fue a pescar con dinamita en las vacaciones y también viajó al llano para las fiestas. Pero siempre volvió muy juicioso y comedido a trabajar. Se ganó el amor y el favor de su padrino siendo siempre un trabajador ejemplar. Con los años aquel niño se convirtió en el panadero mayor, el jefe, el principal, no sé si los panaderos tendrán rango. El caso es que el pan de Ignacio era el mejor pan. Sabía hacer un producto delicioso y en gran volumen. El pan de Ignacio surtía los escaparates de varias tiendas en la capital e incluso en ciudades más lejanas. Dos veces por semana se cargaban tres furgones con canastas de pan e insumos de panadería que viajaban con destino a Tunja, Duitama, Zipaquirá, Cáqueza y Villavicencio. Imagina nomás la cantidad de pan que se hacía para distribuir así. Creo también que en la época tener una panadería salía muy caro por el tema de las máquinas y el mantenimiento. No hay otra excusa que justifique que desde Bogotá se surtiera pan a sitios tan lejanos. 


Un día, por allá en el año 1961 más o menos, es decir, calculemos el momento en el que Ignacio tendría treinta y uno o treinta y dos años, recibió de su padrino una petición. Tendría que dejar listo y amasado esa misma noche el pan del otro día, apenas para que alguien más lo metiera al horno y lo sacara, porque en la mañana habría de acompañar y ayudar en la distribución del pan al tipo que hacía las rutas por Boyacá. El man que siempre lo acompañaba se había enfermado y no había quién pudiera remplazarlo, así que la opción fue Ignacio y él aceptó. A la mañana siguiente se puso su boina y estuvo listo para viajar con el conductor del furgón. Nunca imaginó lo que esa ruta le traería a su vida. 


Luego de pasar por Duitama, una de las últimas paradas la hacían en un pueblito llamado Santa Rosa de Viterbo. Allí, como en todas las demás paradas, el trabajo era dejar las canastas de pan en la tienda junto con unos tarros metálicos llenos de insumos como azúcar, harina y a veces levadura. Alguien en la tienda organizaba el pan en los escaparates, vaciaba los insumos en lonas o en otros recipientes y finalmente devolvían las canastas y los tarros metálicos vacíos al camión. No era más. Sin embargo, ninguno de los lugares visitados en la ruta incluyó a una tendera tan hermosa como aquella en Santa Rosa. Bajita, rolliza y de cabellos rizados. Una saporrita de mejillas rojas, ojitos negros y sonrisa encantadora que, de forma irrevocable, sumió a Ignacio en un hechizo inexplicable. Inexplicable porque no bastaron las horas de regreso, ni el sueño cargado de cansancio, ni los días venideros haciendo pan día y noche para que Ignacio sacara de su cabeza a esa muchachita tan guapa que vio organizar el pan en los escaparates. 


Pasarían casi dos meses para que otra vez necesitasen ese remplazo acompañando al conductor. Ignacio, sin pensarlo y so pretexto de que ya se sabía la movida, se mandó de cabeza y sin casco a asumir la misión viajera. Eso sí, con mucha discreción. Nadie sabía de sus verdaderas intenciones. Y así llego a Santa Rosa de nuevo para ver, una vez más, a la saporrita linda. No le habló, no se atrevía. No obstante logró averiguar, de forma muy desinteresada, su nombre. Se llamaba Alicia. La verdad es que Alicia se veía muy muy joven y él a sus treinta y tantos no quería generar una mala impresión en ella. Solo se quedó en el carro viéndola trabajar, memorizándose cada detalle minuciosamente. Era la única forma de llevarse una foto de su amor a casa. A punta de memoria, como cuando era niño con su pizarra. Al llegar a Bogotá le dijeron que era seguro que la otra semana tendría que viajar de nuevo a hacer ruta, el man a quien estaba remplazando seguía muy enfermo. Ignacio, sin dudarlo aceptó. Un papayazo así no se daba todos los días y desde esa misma noche, en cuenta regresiva de siete días para su próxima ida a Santa Rosa, comenzó a urdir un plan, una idea muy ingenua que le empezaba ya a rondar la cabeza. 


Durante toda la semana, en horario laboral, Ignacio le preguntaba esporádicamente a su padrino cómo se escribía tal o cual palabra. Lo hacía de forma desinteresada, como por saber nomás, preguntaba palabras precisas, no oraciones para no dar lugar a suspicacias. Bien podía ser un interés fingido en alguna palabra del periódico, o un interés genuino en saber escribir. La verdad es que no logró ser en nada sospechoso. Una vez confirmada la ortografía de las palabras en cuestión, él las anotaba en servilletas que guardaba en los bolsillos y que sacaba cada noche en su habitación, como si se tratara de piezas de rompecabezas, para armar un texto muy sentido, dedicado a esa mujer que lo trasnochaba. Ignacio estaba armando una carta de amor. Palabra por palabra la iba urdiendo cada noche, a veces empezando de cero ante las nuevas posibilidades, las nuevas fórmulas que se le antojaban loables con las novedosas palabras bonitas que coleccionaba con la ayuda de su padrino. 


Llegado el día de hacer ruta, Ignacio se embarcó de nuevo ya con la carta en el bolsillo de la chaqueta y su boina bien ajustada. Y cuando llegaron a Santa Rosa de nuevo vio a Alicia en la tienda, presta a recibir las canastas de pan y los insumos. Ya era cien por ciento confirmado que ella, Alicia, era siempre siempre la encargada de esa tarea. Y eso era lo que necesitaba confirmar Ignacio. Ya con todo asegurado dio marcha a su plan. Cuando descargaba el furgón para llevar las canastas de pan y los insumos, abrió la tapa del tarro de la harina y metió en él un sobre, de esos de borde rojo, blanco y azul y con solapa adhesiva de las que se les pasa la lengua para sellar con saliva. En el dorso ponía: “Para Alicia. De Ignacio. Ábrela rápido”. Lo único que me sé del contenido de esa primera carta es que al final Ignacio, de forma muy comedida, le pedía responderla ese mismo día, en ese mismo tarro de metal, en caso de que ella consintiera que él le enviase cartas y se comunicaran de esa forma. Caso contrario, sencillamente no responder la carta sería mensaje suficiente. Tuvieron que ser muy lindas, muy acertadas y muy creativas las palabras que puso Ignacio en esa carta, con esfuerzo y dedicación durante una semana entera, pues Alicia supo tomar una servilleta, un lápiz y respondió. 


Ese sería el inicio de una relación tan pura y tan bonita que apenas se podía ensuciar con un poco de harina. Ignacio no volvió a Santa Rosa, no lo necesitaba. Escribía cartas de amor y las metía en el fondo del tarro metálico siempre. Alicia esperaba su correspondencia clandestina junto con una carta de respuesta ya lista para enviar en el tarro vacío. Es decir, cada respuesta que ella daba correspondía a la carta anterior que había recibido de Ignacio, y la que recién sacaba de la harina sería el material para responder la próxima semana. Era amor furtivo en su más pura expresión. Al parecer, eventualmente Ignacio dominó mejor la ortografía de sus palabras, o sencillamente se relajó y pudo hablarle tranquilo a través del papel. Cada semana se hablaban en las noches mientras cada uno en su habitación leía en secreto al otro, lo conocía, lo aprendía a través de una epístola, como esta tan larga que te envío a ti. Alicia nunca vio a Ignacio, no lo conocía en persona, no sabía nada de él ni de su apariencia como él sí sabía de ella. Pero no importó. Pasaría más de un año para que por fin se vieran. Un año, ¿te imaginas?, una carta por semana durante un año. Periodo suficiente para conocerse y contarse infinidad de cosas de una forma tan inocente. Demasiado inocente para que cuando se confesaran la edad, no les importara en lo absoluto. Ya qué. Ya estaban tragados. Él tenía treinta y dos y ella apenas quince.


Pasado un año Ignacio se atrevió a dar el siguiente paso. Le comunicó a Alicia, mediante una carta, que estaba gestionando un permiso para ir y visitarla. Quería que ella lo conociera personalmente; todo se dio. Logró conseguir el permiso con su padrino y se fue, esta vez en bus y no en el furgón, con su pinta más cachaca y elegante. El plan no pudo ser más romántico, no pudo ser más humilde, igual ya estaba avisado por escrito: la llevaría a tomarse una Pony Malta. Y así fue. No fue posible evitar la sorpresa por parte de Alicia. Efectivamente estaba a punto de aceptarle una invitación a un señor que bien podría ser su papá, y aún así encontró en él a un tipo noble, humilde y muy trabajador que nunca pidió enamorarse de una joven como ella; simplemente pasó y ahí estaba, firme, comprometido y muy perseverante con ese sentimiento que ya alimentaba a dos corazones. Desconozco si se besaron, no lo descarto, pero tampoco me convence la idea. Eran otros tiempos. Luego de esa primera cita, la segunda se venía con todos los juguetes. Ignacio iría a Santa Rosa a conocer a los papás de Alicia y a pedir formalmente su mano. 


Cuando lo vieron en la puerta no se lo creyeron, parecía una broma… o una depravación. Era un tipo muy viejo. El papá de Alicia se opuso rotundamente. Pero tampoco es que les hubiera ido como a los perros en misa. Peregrina, la mamá de Alicia, supo reconocer la nobleza y las buenas intenciones de Ignacio con su hija. E intercedió para que su esposo, Francisco, pudiera conciliar la idea. Además Ignacio, muy plantado en su sitio, les venía a decir que se iba a casar con Alicia y que quería formar con ella un hogar. Que él le iba a poner una casa, que tenía sus ahorros y que iba a trabajar muy duro para poder sostener el hogar. Ante su convicción y vehemencia terminaron por aceptar. El matrimonio se oficializaría en aproximadamente cuatro meses. Eso sí, para Alicia, a su corta edad, eso significaba que a partir de la fecha de matrimonio dejaría su hogar en Santa Rosa y comenzaría a vivir, para el resto de su vida, con Ignacio. Pero todo estaba claro, así que el plan siguió en marcha.

 
La promesa de un hogar y una familia en Bogotá tenía que sustentarse en algo sólido y no en una fantasía, y la verdad era que Ignacio no tenía nada, no tenía más que un trabajo y algo de ahorros, pero a su nombre no tenía ni siquiera una habitación. Así que habló con su padrino y le contó la situación, le dijo que se iba a casar, que estaba enamorado y que quería formar hogar. Para su grata sorpresa el padrino, un hombre con buen dinero, con hijos viejos y bien acomodados en el extranjero le propuso un trato: Ignacio heredaría la fábrica de pan, las escrituras pasarían a su nombre; pero esto al costo de unos cinco años de trabajo. La paga se reducía apenas para que él cubriera gastos muy necesarios y el resto se abonaría constantemente durante cinco años, sumado a su tiempo de trabajo, al pago de la fábrica. Ignacio aceptó.


Se casó con Alicia en Duitama, en una celebración muy modesta, y se vinieron a vivir a Bogotá. Con todas las dificultades por delante, Ignacio abandonó el pequeño cuartico del segundo piso en el que durmió por más de veinte años; por obvias razones no podía llevar a Alicia a vivir con él ahí arrumada con otras personas. Consiguió una habitación de alquiler en el barrio y allí organizó su humilde nido de amor. Y así en alquiler, primero en un lugar, luego en otro y luego en otro, Ignacio y Alicia formarían un hogar con tres hijos; Jose Ignacio, Martha y Fernando, quienes pasarían esos primeros cinco años de su vida en condiciones tan adversas que hoy en día se reprocharían. 


Pero luego de cinco años, la bonanza llegó. La recompensa de tantos años de trabajo al servicio de ese hombre generoso que un día apadrinó a Ignacio tras la muerte de su padre, se hizo tangible en una fábrica de pan de arquitectura antigua, pero lo suficientemente grande para que los niños se cansaran jugando dentro, corriendo y escondiéndose de lado a lado, luego de que tal fábrica pasase a llamarse casa. Sí, la fábrica empezó a modificarse por dentro y a construirse para recibir a la familia Hernández Chaparro. La familia de mi abuelito Ignacio y mi abuelita Alicia, dueños de la panadería Santa Helena, la primera panadería del barrio Eduardo Santos a finales de los años sesenta y comienzos de los setenta. Abierta al público y con una demanda histórica, diría que legendaria, de la que los vecinos más viejos aún se acuerdan. Filas que llegaban a la otra esquina de la cuadra, esperando que fueran las seis y media de la mañana para comprar el pan fresco y calentito que hacía mi abuelo, un pan pan, no un amasijo lleno de aire como los que venden por ahí, según dice. 

Así se veía mi abuelo todos los días, en delantal y untado de harina.

La Panadería Santa Helena, hogar de los Hernández, vio crecer el amor de mi familia de la misma forma que crecen los bizcochos con la levadura. Los regaños, las comidas infinitas de la abuela, los fogones y la bulla desde temprano en la casa eran el pan de cada día, la casa estaba viva, siempre lo estuvo y a todos recibió en ella. Los tres cachorros de mis abuelos hicieron sus amigos de barrio y como Pedro por su casa, en esta y en las casas vecinas jugaron, compartieron navidades y gozaron de los manjares horneados. Como si se tratara de la casa de los Buendía, las habitaciones eran infinitas y en ellas también se tejieron los amores de la siguiente generación. Mis abuelos fueron llamados suegros muchas veces y, en esas tantas, mi tío Nano conquistó a su gran amor a punta de pizza, Atari y Rock ‘n Roll; mamá escondía a mi papá bajo la cama para que se quedara sin que mis abuelos supieran; y mucho antes de ellos, mi tío Nacho trajo al primer nieto de la familia.

Christian, el nieto mayor de los Hernández, junto a mis abuelos Ignacio y Alicia.

Un hogar desde siempre con un plato en la mesa, y con los platos que hubiere menester cuando habían invitados. La escuela de cocina criolla más linda de la que tengo conciencia y de la que más podré chicanear siempre, pues en mi casa todos los Hernández sabemos amar desde el fogón. Las manos de mi familia saben hacer sopas, sudados, amasijos, bizcochuelos, postres, arepas, tamales, envueltos y hasta las empanadas de maíz peto que pagaron la universidad de mamá. No es la historia de los próceres de la patria, pero sí es la historia de un héroe de a pie. Digo un héroe porque mi abuelito Ignacio, siempre recordado por su carácter gruñón y poco emotivo, fue un niño al que la vida le obligó la adultez muy rápido y sin pedirlo. Aún así supo desempeñar su lugar y buscarse su puesto en la vida. Es un héroe porque sin recibir los mimos y las comodidades que sus nietos hemos recibido a diario, supo amasar un hogar y un amor de familia que las gentes envidian. Un calor de hogar de antología.


Esta es la historia de mi familia materna. Y para mí es un orgullo llevarla en mi memoria y en mi corazón porque cuenta, a través de una historia de amor, el sacrificio, el trabajo duro, la humildad y el nunca rendirse que siempre ha caracterizado la sangre de los Hernández. Termino de contarte esto pasada la media noche aquí en esa misma casa antigua que un día fue fábrica de panes y galletas, a pocos metros de mi abuelito que ya a sus noventa años descansa en su habitación, después de tanto trabajo, después de traer al mundo a una familia tan llena de maravillas. Ya es un viejito senil y a duras penas se acuerda de mi nombre. Ya se le olvidó ser de mal genio, ya se olvidó de la soledad que le causó la muerte de mi abuelita hace casi veinte años y muy probablemente ya no se acuerda de cómo se hace el pan. Pero esas y más historias nos las contó una y otra vez a nosotros sus nietos, sin saber que yo sería el que lo escribiría a él para hacerlo inmortal y de esa forma le permitiría ser por siempre mi abuelo, multiplicando sus memorias de la misma forma que él, casi como una paradoja bíblica, un día multiplicó el pan. 

Mi abuelo y yo, 1994.

Esta carta larga nace de tu curiosidad y tu interés. Nace también -obviamente- del simple hecho de coincidir en un tema tan familiar, tan personal. Y a pesar de que la historia no te incluye, sin ti no habría motivo, no habría razón de contarla. Está dedicada a ti.

Felipe

*Archivo de correo. Miércoles 30 de diciembre de 2020. 01:39 am.

COVID Fiction

Me quedé viendo a Rider, su pelo largo que le tapa los ojos y que lo hace ver como un trapero grande y de cuatro patas, me fijé en su gran tamaño sin dejar de preguntarme qué función, qué tarea específica cumplían los ejemplares de su raza, así grandotes, nobles, en extremo hirsutos y perezosos. Y luego recordé a los bulldogs, esos perros fornidos, tallados en músculo, con pectorales y gesto agresivo muy parecidos a Spike, ese can ceniza que caminaba con las patas encorvadas como si se tratase de puños cerrados, ufanando su fuerza y su collar de púas antes de darle en la jeta al gato, en las aventuras de Tom y Jerry. Qué triste fue pensar en esas fotos a blanco y negro que se encuentran en internet cuando googleas la raza… triste pensar que ese perro bravucón que un día fue famoso por reducir toros de lidia en equipo con tres o cuatro ejemplares más, nada tenía que ver con los representantes de la raza tan inútiles de hoy, tan enfermos, tan deformados y relegados al humillante destino de engordar y roncar.

Fue muy creepy pensar que algún día a alguien se le ocurrió que ese perro arrugado, macancán y fuerte podría ser una mascota de compañía sin otra virtud que dormir y así lo condicionarían, cruzándolo con otras razas, modificándolo de tal forma que el perro deviniese en un producto a la medida del consumidor; al igual que un pitbull o un bull terrier o un yorkshire o un pug, perros hechos bajo parámetros de utilidad y mercado que distorsionan lo natural. Fue creepy imaginar al hombre creando razas y especies en ese delirio darwiniano; y luego alejarme, logrando la big picture, dándome cuenta de que al final el factor útil y cosificable no aplicaba solo a las mascotas sino a los cosméticos, a la tecnología, a la comida, a las bebidas, a los medicamentos… y a las enfermedades.

Desde las cremas y tratamientos que te esclavizan del canon de belleza y te hacen ir en contra de la vejez, el software y las aplicaciones elaboradas con los algoritmos más invasivos para que el tiempo libre y los horizontes y los paisajes dejen de existir por estar amarrados a una pantalla, los alimentos procesados o llenos de aditivos, fármacos que operan y condicionan nuestro cuerpo y nuestro comportamiento hacia funciones específicas, hacia labores específicas, hacia intereses específicos; las adicciones a los azúcares, a los miles de azúcares que convergen en la masa creciente de niños y adultos cada vez más obesos, más adormecidos, más hibernantes en una sociedad prefabricada… Hasta esas enfermedades que se guardan en laboratorios, que se contienen y controlan. Viruses domesticados como el ébola y enfermedades erradicadas como la viruela… agentes tóxicos capaces de matar en diversas velocidades, pócimas de enfermedad y destrucción, químicos ininteligibles como el glifosato que llueve de una avioneta para quemar cultivos pero que también envenenan el agua, que también deforman bebés en los vientres…

El diseño de lo microscópico logró expresar su arquitectura en el espectro social mientras solo unos pocos juegan a ser dios. La eficacia, la productividad, las potenciales y muy momentáneas virtudes del ser humano para ser miembros activos del sistema es día tras día más incisiva, cada día más cruda. De la nada nos sabemos participantes de una carrera en la cual no distinguimos al contrincante; no podemos decir si es la muerte, el capital o la verdad. Y el asunto es que son muy pocos los que llegan al final bien librados, de hecho son muy pocos los que al menos pueden correr. La desigualdad hoy trasciende la biología y la psique del ser humano.

La injusticia se hace tangible cuando la expectativa de vida no cumple con los requisitos del banco para solicitar un préstamo, o cuando la edad determina qué tan oportuno es salvarte la vida con medicamentos costosos que parecieran creados para venderse y no para salvar vidas. El dolor aún no duele cuando no nos llamamos ancianos ni abuelos. El dolor aún no duele cuando nuestros seres queridos tienen roles definidos, cuando la deuda ve en ellos un nicho de reproducción, cuando la intimidad se puede monetizar y la información cuesta tan poco como las balas. El dolor ni siquiera nos lo venden, nos lo obligan a cucharadas asfixiantes de vida, de progreso y avance, pues nos dan todo, nos enseñan a poderlo todo, nos enseñan a ser críticos, a creer que nos emancipamos, nos enseñan la autonomía y el libre albedrío, nos enseñan lo mucho que valemos fuertes y joviales para que nos pueda y nos sepa doler después de no serlo. Para que la existencia nos ahogue en lágrimas de frustración por lo que un día fuimos y lo poco que seremos, la nada para el otro, la nada para sí mismo. La vida duele por el simple hecho de pasar corriendo, sobreviviendo y aferrándose al alguien mientras la gravedad te sume en el nadie, en el ninguno.

El gran andamiaje parece que truena, que chilla, las bisagras hacen de su fricción un tormento que lastimosamente no anuncia la inminente caída sino todo lo contrario, es una carcajada la hijueputa, riéndose bien cerca de nuestra cara, con aguaceros de saliva chasqueada y escupida que nos recuerdan lo cercano, gigante y universal del mensaje: de que la vida sí tiene precio, de que la vida puede tintinear con sonidos metálicos en un bolsillo. Aún cuando a diario nos dicen lo contrario, nos lo enseñan en un acto de solemne altruismo, casi que revolucionario, pretendiendo vedar la única y más sincera verdad, ese secreto a voces de que arriba de todo, en ese grupo de muy pocos, en el pequeñísimo oasis de poder y privilegio, algún viejo sabio duerme a sus hijos con historias fantásticas de tiempos que no conocen, en tierras no imaginadas y con personajes llamados Cambio, Izquierda, Esperanza e Igualdad. Ficciones escritas por ellos mismos que luego les limpian la inmundicia del culo, ficciones que nos dosifican a diario, de mil formas y que nosotros llamaremos humilidemente «historia».

Imagen tomada de https://www.riskandresiliencehub.com/preparing-for-covid19-is-like-preparing-for-zombie-apocalypse/

¿Cómo mierdas no encaja un virus así en esta realidad?, ¿Cómo mierdas si fuimos capaces de modificar un perro para una vieja menopáusica y perfumada no vamos a poder fabricar una enfermedad tan específica?, ¿De verdad habrá sido una sopa de murciélago?. ¿Cómo hijueputas saber decidir entre tantas verdades que parecen de celofán?. Si es que el mundo está lleno de gente, si es que los pobres se reproducen como ratones, si es que la educación no alcanza para tantos y siendo así mucho menos la comida. Cada vez hay menos hielo y los osos polares ya comen basura en los países del norte. Día tras día hay más denuncias contra empresas que se siguen tirando el ambiente y no pasa nada, contra esos del oasis del poder y el privilegio nunca pasa nada. Pareciera que la dispersión de un virus fuese más barata, más práctica y más pragmática. Sus economías privilegiadas seguirían en cabeza, la necesidad de consumo y de sobrevivir serviría para agrandar la brecha que cerca a unos pocos y que al resto los tira por el abismo.

Recuerdo novelas y mundos paralelos en los que a los hombres se les crea en laboratorios, fecundados a temperaturas distintas, con infusiones distintas, con estímulos distintos desde que son embriones para predisponer su papel en la sociedad. Hombres clasificados, seleccionados física y sicológicamente como obreros, intelectuales y líderes mundiales, cada uno orgulloso de su papel, cada uno no deseando el papel del otro. Recuerdo ese mundo feliz, del que un día leí, en el que el coito es apenas un vestigio salvaje y primitivo, pues el sexo, al implicar emociones, y posiblemente amor, daba lugar a complejidades que atentaban con la velocidad de la vida común, la productiva, la del sistema; razón por la cual la reproducción ahora era un asunto in vitro, ajena al contacto y a las emociones; supeditada exclusivamente a la utilidad y al producto.

¿Cómo no pensarlo si es que hasta el tiempo de amar se ve afectado? Amar o sentir amor está cada vez más señalado, más demonizado en esta era productiva. Se pierde mucho tiempo conociendo a alguien, aprendiéndolo, sintiéndolo. Son minutos, horas, semanas valiosas que pierde el sistema sin una mente producto que esté pegada a una pantalla consumiendo otros productos y haciendo dinero para conseguirlos. Y entonces las relaciones ahora están ahí también, en las pantallas, para ser adquiridas, consumidas de la forma más fácil y líquida posible. Sin sentimientos, sin resentimientos, el placer por el placer. Un polvo, un novio, una relación al alcance de un swipe right; un corazón desechable, un novio desechable, una relación desechable al módico costo de un swipe left. Individuos completos, naranjas completas que ya no buscan su otra mitad ni en la realidad ni en la poesía ni en los sueños; que ya no buscan hijos biológicos y ni siquiera adoptados, sino gatos y perros, gatos y perros modificados, hechos a la medida en un laboratorio. Y parece que poco a poco el amor, así como el coito, se hace salvaje, se hace primitivo y no merece lugar en la evolución.

¿Cómo carajos no pensar que ese maldito virus hace parte estratégica de todo? Cómo entender lo invencible, mutable e impredecible que es que hasta pareciera un supervillano de las películas en tamaño microscópico, cómo entender el público tan preciso que ataca, los que ya son viejos, a los que el banco no les presta ya, a los que de verdad le cuestan plata al sistema de salud, los que solo harían bulto y exprimirían las arcas del estado ya tan apropiadas de los fondos de pensiones que parecen un botín de limosnas (que habremos de pelearnos con las uñas); los que vienen con esa idea antigua y eterna del amor y del compromiso, cuando hoy se necesita es lo banal y lo efímero, goces del momento que en nada ataquen ni atenten con el sagrado deber de producir y ser producto a la vez.

Pareciera una enfermedad inteligente y selectiva que poco a poco nos recuerda la tragedia de la realidad que vivimos. Me pregunto a cuántos magnates habrá matado ya, a cuántos príncipes, a cuántos nobles de los que aún hay. ¿Por qué tantos líderes corruptos, de esos del oasis del poder y el privilegio, que la han contraído se han recuperado? ¿Por qué no se llevó a Trump, o al Príncipe Carlos o a Jair Bolsonaro como sí se llevó a mi tío o a los miles que mueren a diario en el mundo, que coincidencialmente son todos un nadie, un ninguno? ¿Será que desde un laboratorio enigmático, los líderes del mundo ya están seleccionados desde hace tiempo y su sangre, o su espíritu, o su puta existencia ya tiene corona por encima del resto?

¿Y ante esa inmunidad tan aparentemente ligada a la casta, qué vendrá? El inicio del fin del mundo definitivamente sería uno en el que el miedo generalizado y la ciencia al servicio de unos pocos pudieran tener control sobre todos. Un escenario apocalíptico en el que de tanto en tanto usemos diversas historias como chivo expiatorio para excusar el brote de una nueva enfermedad; y así mismo excusar el derecho a nuestra sangre y nuestras venas, como rebaños, como miembros de un manicomio que se sedan con una inyección periódica. Un escenario en el que se justifique el no contacto con el otro, la no distracción, la vigilancia y la punición a través de las cámaras y la ley, como siendo vistos por el gran hermano. Y de ser así, qué hijueputa maldición haber sido partícipe de la época, qué carga tan pesada contar a nuestra descendencia con añoranza y melancolía sobre aquellos tiempos que fueron mejores. Qué tortura sería recordar y recordar hasta que la última de las vejeces, en un futuro, se fuera a la tumba con la memoria y el anhelo de hacer el amor.

¿Hasta dónde el entedimiento del andamiaje de la vida ha servido para crear y hasta dónde ha servido para destruir? Pienso en Winston Smith y no sé si trabaja en el Ministerio de la Verdad o si trabaja en la OMS o en la ONU anunciando cada día los titulares aximomáticos que se diluyen en las dosis de prensa. No sé si está reescribiendo la verdad día tras día, a punta de datos mayúsculos e hiperbólicos que capten la atención y fracturen las memorias. No sé si la realidad es una urdimbre de mentiras, o por lo menos de verdades programadas, fabricadas en laboratorio, con planes trazados, con trayectorias predichas.

Qué torbellino, qué huracán de pensamientos apenas suscitados por ver a Rider y tratar de resolver la incógnita de su ser peludo. En mi mente pasaron mil vidas, pero creo que aquí en mi reloj apenas pasaron horas, y al lado la música, la comida y tanta mierda de la actualidad que me toca hoy, con duelos, con lutos, con estrellones al cambio y paradigmas en tela de juicio. Luego, acostado en mi cama, abrumado por tantas ideas y teorías que parecían tener justificaciones racionales, conecté el Spotify al televisor, puse a sonar High y me masturbé. Necesitaba de un orgasmo canábico que le diera sosiego a esta ficción.

Ménage à Trois

Desperté súbitamente, su pequeña mano rozaba mi entrepierna y por un momento pensé que era alguna casualidad del sueño, quizá se estaba moviendo, rascando o acomodando en la cama y sencillamente me tocó por accidente. Pero no, a medida que despertaba fui siendo más consciente de lo que sucedía: lo escuché a Él susurrándole cosas a través de besos que chasqueaban líquidos. Los ligeros gemidos de Ella acompasaban lo que sea que estuviesen hablando, los besos de los que participaban y también la forma en que se movían.
Ellos eran novios y mis mejores amigos, nos conocimos al empezar la universidad. Llevábamos una amistad de más o menos seis años. Habíamos compartido de todo en nuestra amistad, inclusive una ligera experiencia en un viaje, en la que con mi ex y ellos dos terminamos follando, una pareja frente a la otra, luego de tanto tentar al diablo con uno de esos juegos de mesa de temática sexual… fue lo más parecido a una orgía de aquello que para entonces podría haber experimentado.
Pasó mucho tiempo para que llegásemos a ese momento. La noche anterior habíamos estado en cine, habíamos tocado temas calientes durante el día, reímos y pullamos sensibilidades respecto a la temática swinger y las fronteras de confianza, seguridad, erotismo y demás cosas de las nuevas libertades sexuales. Se les hizo tarde y decidieron quedarse en mi casa, en mi cuarto, en mi cama, conmigo.
No estaba soñando, Ella y yo estábamos espalda con espalda mientras Ella se besaba y se gusaneaba con Él; y aún así buscaba con su mano hacia atrás, palpándome la entrepierna y logrando una lenta pero firme erección, que obviamente sintió y terminó por confirmar cuando me apretó la verga en su pequeña manita. De inmediato le susurró a Él “Ya se despertó». Ambos se rieron y no se dijo nada más, todo empezó a venir solito. Un breve dilema me asaltó pero lo pude superar en tanto caí en cuenta de que aquello que escuché de su voz solo confirmaba que Él estaba esperando justamente eso y más…
Eran más o menos las cinco de la mañana y mi cama se fue transformando en el nido de tres serpientes lascivas que se entrelazaban calentando el aire, frotándose frenéticamente entre sí, Ella en la mitad de nosotros se mordía los besos con Él mientras sentía cómo le refregaban una verga por delante y otra por detrás. Las caricias se sucedieron en agarrones, en apretones y halones. De repente el pantalón de pijama que le presté ya no estaba. En su lugar estaban dos nalgas redondas, de piel suave… muy suave.
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Subía ese olor a salitre y sexo por entre las cobijas, ambas vergas ya venían arremetiendo contra su cuerpecito e iban dejando gotas que le lubricaban las ganas poco a poco. Todo pasaba y yo me seguía preguntando si era cierto lo que sucedía, ninguna planeación, ningún indicio, nada, era como despertar en una fosa de tentáculos, un océano de brazos, de manos y pies que revolcaban la sangre, que masturbaban, que gemían, que mezclaban ese retozar del silencio con los humores, el sudor, la saliva y la clave aromática del amoniaco y el sexo. De repente se giró, me besó, me siguió besando y comenzó a darme leves cabezazos al compás del creciente furor con que Él la accidentaba desde atrás. Todo era muy curioso y yo ya no quería pensar tanto, quería sólo sentir. Y súbitamente la segunda y última cosa que escuché… “¿Quieres sentir su verga adentro?”
Se volteó, nos safamos de las cobijas, allá abajo Ella estaba húmeda, sudada, en ese punto perfecto de viscosidad, hirviendo, parecía que la vagina le palpitaba más que el corazón. Jugueteé un poco en la entrada, golpecitos, deslizando, tanteando, deleitándome al oprimir el punto nervioso de su líbido, frustrando su ansia animal y, sin previo aviso la penetré grueso y profundo… Escuchar su gemido intenso me sacó de cordura. La puse en cuatro y le abrí las piernas, impacto, explosión, acometidas recurrían una tras otra, no había en ello armonía. Todo era a mis ojos una vista privilegiada de la destrucción, de la mejor percusión del caos y sus arremetidas sublimes en la orquesta corporal, de la consumación irrestricta del hedonismo a ultranza, la embestida de mi verga como un ariete que rompía sus ganas de candela entre las piernas era un estallido delicioso, era una melodía implacable que repercutía en las nalgadas y en los acordes jugosos que hacían su lengua y su saliva en la verga de Él, atragantando trenes de placer que se la jugaban uno a uno por permitirse ser gemidos o, al menos, ahogados en algún sollozo.
Nos sumimos en un calor intenso, en un frenesí de silencios bramantes y abrasivos, de goteos salados. Una faena de mordidas en la que aprovechábamos el sentir y el no pensar; ya que luego de bañar el clímax y sus tetas y su cara, el sueño nos tumbó a dormir sobre esa fantasía que habríamos de compartir en nuestra memoria (pero en ninguna de nuestras conversaciones) de ese día en adelante…

Crónica de un beso robado

El cálculo fue exacto, pareció como si hubiese tenido el tiempo medido para lograr sacar el último alcance frontal del espacio personal que permite mi nariz antes de que los amortiguadores de hule de la puerta del transmilenio se cerrasen implacables, enterrando con el golpe cualquier posibilidad de volver a verla. Aún me quedaba en el oído el pito que anuncia el cierre o apertura de las puertas mezclado con la adrenalina en los músculos tras haberme lanzado a su rostro sin permiso y vehemente. Todo había durado por mucho diez segundos, desde el primer pito de las puertas, en el que salieron y entraron personas, hasta el último momento, la última fracción de segundo en la que luego de tanta indecisión decidí actuar en lo que pareció la más confusa estrategia para huir de ese paréntesis absurdo de fascinación.

Fue el lento y armonioso abrir de sus ojos, como pintando la realidad con un brochazo de sus pestañas antes de apreciarla y de clavarse en mí con una sensación de sorpresa adivinada, lo último que me vinculó a esa divina extraña, precedido del chasquido casi húmedo de dos bocas que se despegaban luego de haberse encajado hasta en el más complejo pliegue y comisura de los labios en un espacio apretujado de milésimas y demás trocitos de tiempo que luchaban por convertirse en un segundo aquel día de mis veinte años cuando de un H74 me bajaba en la estación de la calle 72 a eso de las cuatro de la tarde.

Aproximadamente treinta minutos se cumplirían y yo seguía mirándola, me había cohibido de guiñarle un ojo para ver si me copiaba, la distancia me lo impedía. ¿Qué tal que me gritara, que me mirara mal o que se fuera lejos? Me habría sentido como un idiota acosador. Sin embargo en un momento nos reímos, y yo pensé que nos reímos juntos, así lo quise creer. Ella y yo, al mismo tiempo, soltamos carcajadas mirando hacia afuera por la ventana, con medio rostro pegado al vidrio, recostados e incómodos, y luego nos miramos aún con un poco de risa y la compartimos en un bocadito de ojeadas de esas que levemente suben y bajan, segunditos indecisos que no saben si mirar a los ojos o a la boca; todo porque una señora se había quejado, alzando la voz y gritando muy graciosa.

Había dicho algo relacionado con que la gente no se distribuía mejor en el espacio yendo hacia el centro sino que preferían quedarse en la puerta como si les fueran a pagar el turno de guachimán. Me sentí aludido, quizá yo era uno de esos guachimanes, no me quería mover de la puerta a sabiendas de tener tiempo suficiente para buscar la salida cuando llegase a la estación de destino. Igual no me importaba, tenía un ala de la puerta para mi solo y, recostado de frente sobre el vidrio, le podía disimular miradas furtivas a la chica de enfrente, dueña del otro ala, con eventuales coincidencias y sobresaltos que, por guachiman que fuera, terminaban siendo la mejor paga. Muy en el fondo venía pidiendo que ella estuviera experimentando exactamente las mismas reflexiones que yo.

Venía pensando en cuál sería su nombre; vestía jeans con unos zapatos de cuero marrón oscuro, muy elegantes, cinturón marrón también y una blusa negra, ceñida a su delgado torso; arriba del escote una gargantilla delgada pero bastante sobria, la corta distancia me dejaba ver una piel blanca, quizá se llamaba Gabriela o Isabella; pero luego pensé que por sus labios rojos y carnosos se llamaría Andrea, no sé, algo más latino. Y la volví a mirar en pequeñas pausas, los zapatos, el pantalón, sus curvas, el cinturón, la blusa, más de sus curvas, su piel, su boca… y sus ojos, y me estrellé con ellos, y bajé los míos, pensé en su estatura, traté de adivinar a qué olería el espacio que comprende su cuello, sus orejas y el velo de cabello que se escurre hasta su escote y pensé que quizá olería a mujer hermosa recién bañada, a limones, a maderas, al aroma agonizante de recién levantada en medio de los besos con shampoo que escurren en la ducha; y pensé que se llamaría Cristina, o quizá Lucía… con suerte se llamaría Antonia. Pero no, parecían demasiado refinados, de pronto estaba pidiéndole mucho a la realidad, en últimas la incógnita se me antojaba más interesante que la certeza, así que no me maté más la cabeza.

Quedé de frente mirándola, no más de diez centímetros me separaban de ella, aún me acomodaba la maleta luego de que el gentío se distribuyese de la mejor forma tras la estrepitosa estampida que involucró embutirnos en un transmilenio en horas de la tarde allá en el portal del norte. Bastó un poco de cada cosa, el lugar en el que me hice en la fila, la cantidad de gente que entró, el no haber desistido al entrar de último en ese bus, el haber corrido desde la flota que me traía de Chía, todo. Incluso pudo haber estado conmigo en cada uno de esos episodios, pero aún así habría pasado inadvertida. Lo más seguro es que haya estado a mi lado esperando entrar, ajena, invisible, inexistente para mi; minutos antes del primer pitido de las puertas yo no sabía nada de la extraña más hermosa que habría de besar, y jamás conocer, en toda mi vida.

Sushi con Chocolate

No sabía cómo empezar esta historia, básicamente por dos razones; la primera (tengo que aceptarlo) el conflicto moral para muchos, el tabú que abordaré; y la segunda, literalmente lo complejo que supone describir una experiencia como esta en palabras. Entre otras cosas, escribir sin seudónimos ni anonimatos culos es algo que me permite enfrentarme a mí mismo. Más allá de lo jocoso o catártico que pueda ser aquello que se pueda leer de mi, esto es un ejercicio para encontrarme con mi Yo de verdad, el real, el que también llora, el que no es ni bueno ni malo sino simplemente Es… no con el que no rompe un plato, no, a ese ya se lo llevó un perro en la jeta hace tiempo.

No sé si les pasa a ustedes, no sé si seré el único, pero les contaré que durante muchos años tuve un rechazo acérrimo a las drogas y todas las sustancias psicoativas habidas y por haber. En mi vida fui testigo de situaciones dolorosas muy cercanas que con el paso del tiempo se volvieron flagelos y, sumados a los valores tradicionalistas y godos de esta tierra que me dio la vida, forjaron conceptos muy castrantes, juicios de valor muy cerrados que solo me permitían juzgar. De pequeño nadie me tuvo que persuadir de no probar drogas, de no recibir «dulces de extraños en la calle», nada de eso. Yo solito ya tenía muy interiorizado que el dolor y los dramas que había visto muy cerca de mi no los quería repetir ni mucho menos causarlos siendo yo el protagonista de una adicción o algo peor; porque entre otras cosas, hasta mis veinte años vivía con la idea de que comprarse un cacho de marihuana era lo mismo que comprarse un boleto directo a las ollas de la calle del cartucho, condenarse al lumpen de la sociedad e inscribirse en el hampa de por vida, como si fuera una maldición.

Saber que alguien cercano a mí se fumaba un bareto, se metía una pepa o probaba cualquier otra cosa ya era razón suficiente para juzgarlo, para condenarlo y perder toda clase de interés en dicha persona. Los asociaba con algo malo, con algo que se «desperdicia», con alguien que de repente «ya no valía tanto la pena»; pensaba que había que ser un idiota para desear probar alguna de esas sustancias, de repente ya ni los frecuentaba, ya no me importaban, casi que empezaba a olvidar sus nombres con facilidad, en mi cabeza solo eran algo muy cercano a la escoria social y yo me sentía en pleno derecho de mirar por encima, de ponderarme como mejor, como una persona ideal que no dejaba de lanzar preguntas y juicios maricas «¿Será que en su familia no lo quieren?», «Debe tener problemas en su hogar», «Debe tener padres adictos o alcohólicos», «Esa platica se perdió», «Terminará de delincuente o muriéndose en la calle». Jamás pude hacer mejor gala de una mente tan obtusa, inmadura y poco tolerante.

Mi punto de vista empezaría a cambiar drásticamente luego de mi estadía en Buenos Aires (sí, de nuevo la reveladora Buenos Aires). Durante los meses que estudié allí, viviendo solo por primera vez en mi vida, empecé a ser consciente de tantas cosas que sucedían a mi edad cuando se está fuera de la burbuja familiar, de la casa, de la comodidad. La autonomía empezaba a germinar en mí y con ella un abanico de posibilidades se me ofrecían de la nada, estaba en mis manos estudiar, procrastinar, llegar temprano a casa, irme de farra, perderme en vicios, comerme a mil viejas… nadie tenía que decirme qué hacer, y en cierta forma fue un buen ejercicio, pues puedo decir que me «me controlé» y logré entrenar mi responsabilidad con respecto a mis prioridades, cosa que suele no suceder de la misma forma estando en la zona de confort de tu familia en casa. Buenos Aires es una ciudad 24/7, te ofrece desde los planes más ñoños hasta los más sórdidos; es una urbe de estudiantes de muchas nacionalidades que enriquecen esa gama cultural en parches diurnos como nocturnos; hay tantas cosas por hacer y de tantas índoles que, reitero, está en tus manos enriquecerte en la excelsa vida universitaria y cultural o hasta podrirte la sangre con drogas y alcohol.

A decir verdad mi primer atisbo de curiosidad por probar alguna droga nació allá luego de ver cómo hasta mis profesores salían de clase y se echaban su porrito. Sí, las eminencias de la Facultad de Letras de la Universidad de Buenos Aires se soplaban su cachito con todo el caché y la alcurnia que demandaba el caso. Ya no me parecía tan ñero, tan paila. Quise casi que vestirlos con busitos de capota GAP en mi mente, pero no pude, el cacho de marihuana no les quitaba lo geniales que ya eran siendo académicos de su talla. Sin embargo la curiosidad quedó allí, a pesar de que le conté a mi novia acerca de aquella nueva curiosidad y ver que ella no la compartía, seguí mostrándome renuente a probar algo, aún no estaba listo. Pasarían meses hasta que yo probara por primera y única vez un trip (que me encantó) mientras trabajaba como mesero en Andrés Carne de Res… y pasarían unos cuantos años hasta sentir cómo se me olvidaba hablar, cómo todas las palabras eran ahora un lenguaje indescifrable e intraducible, cómo mi boca se deshacía con cualquier comestible y sobre todo, realmente por encima de todo, cómo la música se podía fusionar en mi cuerpo haciéndome un ecualizador humano mientras los brazos, las piernas y hasta las cejas se apropiaban de forma independiente de los ritmos, los beats, los bajos y los altos (como si mi cuerpo ahora procesara los sonidos en formato de cinco canales como el Dolby Digital 5.1 de cualquier Home Theater) de aquella emisora de música electrónica que sonaba aquella noche en el apartamento, allá con mis amigos judíos en Boston.

-En quince días me voy de mochilero con mi mejor amigo

-¿A dónde van?

-De hecho estamos buscando dos personas más que se nos peguen. Bajamos por Pasto a Ecuador, Perú y Bolivia, quizá hasta bajemos hasta Buenos Aires, eso depende del tiempo.

-¡Buenísimo! Eso me encantaría 🙂

-¿Qué, te pegas? Yo soy bien mochila, echo dedo, me hospedo en moteles, duermo en las estaciones de bus, en los aeropuertos, esas cosas jajaja.

-Pero por ahora voy al Huila a estar con mi familia porque en julio me voy a Francia por dos años. Nooo tengo que viajar contigo.

-Entonces tenemos que conocernos, tomarnos un chocolate y sembrar un amor que nos dure lo suficiente para que cuando nos veamos de nuevo nos acordemos del beso del otro, fin.

-¡Oye, pero qué tal este conquistador que me ha tocado!

-¿Tengo hasta julio, no? No esperarás que te lluevan manes inseguros pidiéndote permiso para darte un beso, cierto?

-😍Tienes una semana, para ser franca. A no ser que vayas al Huila en tu viaje mochilero.

-¿Qué harás ahorita?

-Bañarme para verme contigo…

Conocí a Sara en Tinder unas semanas antes de irme a mochilear por Suramérica. La química fue tal que, como acaban de ver, bastaron 20 minutos desde el primer «hola» para conocernos ese mismo día. Efectivamente me bañé y me arreglé para verme con ella, me intrigaban sobre manera los ojazos que tenía, unos ojos verdes que parecían de mentira. Por otro lado la actitud arrasadora con que me cerró la boca para decirme que nos viéramos me cautivó de inmediato. Ojalá muchas mujeres tuvieran la iniciativa de vez en cuando; la mayoría juegan a ser conquistadas, a dejarse cortejar, a ser difíciles y hacer que hasta el más pequeño besito se tenga que considerar como un premio, como algo que se gana… pendejas. Pero cuando le voltean a uno el plan, cuando las lanzadas son ellas todo cambia, a nosotros nos encanta que nos dejen sin armas, que nos roben el control, muchos concurrirán conmigo en que son estas ocasiones las que más nos encacorran a los hombres, no porque nos ahorren trabajo, sino porque es una total epifanía reconocer en una mujer esa voluntad de vivir, decir y hacer a pesar de. Aquellas mujeres a quienes el «qué dirán» les importa un culo y no tienen que esconder ni esconderse de nada ni de nadie cuando sienten algo, tienen el cielo ganado, el cielo de los sinceros.

A las once de la mañana ya la estaba recogiendo en su casa. Era muy linda, no solo tenía esos ojos verdes increíbles de su foto, sino que era casi rubia, su cabello tenía tonos dorados muy lindos, cachetona y con una sonrisa muy curiosa, como de que no rompía un plato. Decidimos ir a Usaquén, y como aún era temprano el plan fue ir a tomar chocolate en un sitio muy rústico y simpático del que no me acuerdo bien el nombre. Como si fuera lo más normal del mundo, como si no hubiera mucho qué presentar y saber del otro, empezamos a hablar de todo. La conexión aumentaba, se sentía en el aire, nos gustamos mucho el uno al otro y ni siquiera habíamos tocado temas sugestivos, quizá era obvio que eventualmente pasaría algo más, pero la verdad no importaba mucho fijarse en ello, eran otras cosas las que iban reafirmando más y más el match que hacía pocas horas habíamos hecho en la aplicación. Creo que eso es lo que más me gusta de Tinder; es muy imbécil el que piense que es una app para tirar. No, sexo puedes encontrar a la vuelta de la esquina y sin necesidad de una aplicación móvil; limitar Tinder al sexo es sinónimo de mentes obtusas, muy loser el que se meta a Tinder para andar mendigando «Oye, vamos a culear?» abajo esos cabrones. Creo fielmente que no hay mujer que no lo dé sino hombres que no lo saben pedir (y viceversa), y creo también que Tinder ha permitido ampliar los círculos sociales a través de un primer enganche sexual, sí. Tiene que haber un gusto inicial para que deslices a la derecha; de entrada ya estás charlando con quien te parece lind@ y al que le pareciste lind@, fin. En mi caso no voy a decir que no me interesa el sexo, obvio que me interesa, pero no es mi objetivo. Hay mil cosas tangenciales que suceden por el simple hecho de conocer a una nueva persona, cosas interesantes, que aportan, que se trasforman con un encuentro y devienen en una suerte de nuevos aprendizajes y experiencias; eso es lo que me llama, eso es Tinder para mí. Ahora, también debo ser claro, si en esa ecuación no está implícita la posibilidad de ir a la cama, pues entonces no me interesa nada. ¿Qué video, no?

Luego del chocolate espumoso y con queso paipa en el fondo, así derretido súper rico, decidimos que aún faltaba mucho por hablar, que no nos queríamos ir tan pronto, que de vacilar tantos pasos por Usaquén era evidente que faltaba más. Así que nos fuimos a La Lonchera, ¿han ido?. Tienen un combo genial de sushi, tres rollos, es decir, treinta piezas de sushi como por treinta y pico mil de pesos, aparte de barato es delicioso. Nos pedimos uno y seguimos con la tertulia y las carcajadas hasta casi reventar. Ya pagada la cuenta y aún con todo el día por delante no quisimos decir lo que vendría sino que simplemente lo dejamos pasar, como fingiendo que no sucedía nada, que no nos dábamos cuenta, como haciéndonos los güevones. Fuimos por el carro y en cuestión de minutos estábamos en mi apartamento, a los pies de la cama, besándonos esta vez en lapsos más largos y más intensos que los de hacía unas horas en Usaquén. No me fijé bien en qué momento sacó un estuchito con marihuana y una pipa pequeña que por alguna razón sigo pensando que la sacó de las tetas, quizá porque se las miraba mucho, eran grandes, perfectamente redondas y de pezones rosados. Había desabrochado su brasier y ella ya tenía casi listo el porro. Me preguntó si lo había hecho alguna vez con marihuana, le respondí que no pero que tenía curiosidad, lo prendió, le dio dos soplos y luego me lo pasó a mí, no sin antes besarme pasándome todo el humo de boca a boca.

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Quizá aspiré muy profundo y muy fuerte, no sé, pero el efecto no se hizo esperar. Todo redujo la velocidad, era ahora una cámara lenta mezclada con efecto de stopmotion, quizá porque parpadeaba mucho o porque me demoraba mucho de un parpadeo al otro, tampoco lo sé. La besaba, la besaba con sed; la boca, la lengua, los labios pastosos y secos querían encontrar humedad en la suya a como diera lugar y, mientras la besaba, todo en lentitud me dejaba hasta escuchar los latidos cardiacos, era un pum pum pum que se marcaba con una imagen distinta cada vez, todo al mismo ritmo. La cuestión de la velocidad de todo era importante y especialmente extraña. Parecía como si las acciones y los movimientos del cuerpo fueran muchísimo más rápido que la mente; la consciencia corría por alcanzar a la acción y sentir en tiempo real, mi mente seguía besándola, escuchando los chasquidos húmedos de los besos, dibujando figuras con la lengua, y yo hacía un rato ya estaba boca arriba en la cama, ella desapuntaba mi pantalón, bajaba mis bóxers y daba una primera lamida a mi verga desde la base hasta la punta. Era un mosaico de cosas que me excitaban y yo no sabía darle prioridad a ninguna. Mi verga tan grande como su cara, palpitando súplicas y ruegos por más paseos de su lengua, su cabello dorado hacia un lado, sus ojos verdes y coquetos en esa deliciosa interpretación de miradas libidinosas desde mi entrepierna, esas miradas que van verificando qué tan arrecho tienen al dueño de lo que se están comiendo allá abajo. Carajo, parecía una modelo porno y eso me ponía peor. Grueso, duro y a punto de reventar… todo el climax de una simple mamada se proyectaba como por mil y lo sentía en cada rincón de mi cuerpo. El foco de sensibilidad, el foco de mis cinco sentidos era mi verga; Sara podía haberme besado los hombros o incluso los codos y yo habría jurado ubicar la saliva, los dientes, los labios, la distancia y la equivalencia a escala en mi verga como si ésta fuera un radar de lascivias en mi piel.

No aguanté más, me levanté en medio de ese caos de velocidades y tiempo, la agarré por el culo, la alcé, la volteé y la tiré fuerte a la cama. Y ahí comenzó todo, parecía que el hecho de haberla volteado con brusquedad hubiese homologado una sensación de giro en mi cabeza, un ciclo infinito, yo hacía ahora parte de un remolino que giraba de izquierda a derecha. Era como estar culeando dentro de un tornado. Mientras era consciente de eso, mi lengua hacía tiempo bailaba, vibraba y esculcaba por encontrar el más íntimo de sus sabores en la entrepierna. Su piel blanca, su excitación roja y húmeda… pasar la punta de la lengua suavecito de abajo hacia arriba, penetrar, hacer círculos, combinar con los dedos, alternar velocidades, chupones, soplidos, pequeñas mordidas, ligeras complacencias y regodeos cada que sentía su cuerpo estremecer, cada que escuchaba sus gritos y sus gemidos, cada que estallaban charquitos húmedos de orgasmo sin siquiera haberla penetrado aún. Todo eso sucedía en un tornado, en un ciclo. Llovían ideas abstractas con formas familiares muy conocidas pero imposibles de descifrar o definir. Algunas parecían estampados de los muebles de mis padres cuando pequeño, a veces en colores que me hacían pensar en mamá, otras veces en papá. Figuras de nubes, figuras de flores, figuras en el agua, figuras de tantas cosas que se me hacían conocidas y normales pero de las cuales jamás había sido consciente. Figuras que semejaban rostros, emociones, recuerdos… era como una lluvia de formas en mi cabeza y con cada figura una historia perfectamente entendible en mi mente, pero imposible de traducir en palabras.

De nuevo el lag de la traba, yo pensando en tantas maricaditas que pasaban por mi cabeza y mi cuerpo ya se estaba acomodando de nuevo. Pum, fue como un zumbido, como un golpe en los nervios. Tenía sus pies en mis hombros y la acababa de penetrar. Sentí absolutamente en todo el cuerpo el divino placer de penetrar un coño, el calor inherente, la presión justa a cada lado del pene, el recorrido que la reviste desde la punta cuando entra hasta que se sella en la base, en el choque, en la embestida. Recuerdo haberme quitado rápido revisando si tenía condón y resulta que sí. Jamás me enteré a qué hora me lo puse o me lo puso ella, tal vez estaba filosofando con las figuritas… Emulaba una penetración, mil penetraciones en su boca con mis dedos, y mientras tanto la cama parecía desarmarse, todo semejaba una hecatombe en medio de un tornado, la madera y los muros sonaban diez veces más, el compás de cada golpe, de cada penetración profunda armonizaba sus gritos, su desespero; los gemidos se le regaban por la boca y le mojaban el cuello, las tetas, las tetas que yo apretaba, los pezones que yo pellizcaba. Llegaba ese momento de climax en que las mujeres no aguantan más, en que les tiemblan las piernas y se contorsionan de placer porque quieren parar (pero no parar)… y llegaba también la antítesis masculina de esa situación; la veía así y más ganas me daban de seguir, el trance en el que estaba me impedía la fatiga, sentía que podía embestirla a una velocidad tan constante como la fuerza del impacto con el que explotaban mis piernas contra sus nalgas.

No sabía cuánto tiempo había pasado, perdí totalmente la noción del tiempo pero aún así tenía la firme convicción de que podría morir ahí mismo sin reprochar el haber entregado el último aliento de mi energía en una fiesta sexual de semejante talla. Literalmente goteaba, llovía sobre su cuerpo, sentía cómo el sudor bajaba por mi frente y escurría por mi nariz o por mi barbilla. El pecho, los brazos, las piernas, parecía que hubiese entrado en una piscina aceitosa, todo mi cuerpo era ahora una de las más codiciadas calderas del infierno. Y las formas, y las figuras, y sus gritos, y los estallidos, y el sudor, y sus gemidos, y sus ojos, y mi verga llenándola completa mientras tiraba de su cabello en cuatro, mientras nalgueaba sus nalgas blancas, mientras confesaba cada pecado en sus oídos mordiendo su cuello, apretando sus tetas hacia arriba, levantándola para lograr comerme uno de sus besos mientras seguía aún clavado a ella… todo era sublime.

Pero NO todo fue sublime. «De eso tan bueno no dan tanto» dice el adagio. Minutos después, mientras seguíamos follando duro (especialmente por eso, por la intensidad), me entró un malestar súper repentino, me mareé. Yo aún seguía en ese viaje del tornado que comenzó tirándola a la cama en ese giro brusco, todo me daba vueltas, me paré rapidísimo y fui al baño. Todo, absolutamente todo lo que había comido lo vomité. ¡Qué vergüenza, qué pena con ella, qué paila, qué asco, qué gonorrea, qué todo! Mi mente se debatía en una discusión súper idiota entre lo incómodo de la situación, la lástima por ver salir cada trocito de mi amado sushi y una película paranoica que estaba surgiendo en mi cabeza y me empezaba a robar la tranquilidad: «¡Jueputa, esta vieja me echó algo, me dio algo. Si me asomo y no la veo será porque está llamando a alguien. Marica me van a robar los riñones o algo peor, me van a secuestrar, me van a desocupar el apartamento! ¿Qué voy a hacer? Yo aún me siento super mareado y ahora tengo debilidad. Alguien debe estar viniendo, alguien debió estar cerca del apto todo el tiempo…. Jueputa nooooooo!». Efectivamente me asomé y no la vi en el cuarto. Sentí que moría, el miedo se apoderaba de mi y yo solo pensaba en lo peor. La vi entrar al cuarto con un vaso de agua para mi, me preguntó si estaba bien, si quería que se fuera o si quería algo en especial. Así que decidí enfrentar la situación, le conté con todos los detalles la paranoia que estaba teniendo, que me empeliculé muy feo y que por nada del mundo me quería quedar solo, que cuando no la vi en la cama pensé que estaba tramando algo o llamando a alguien. Qué mierda contarles esto, pero así pasó. No todo iba a ser perfecto. Me abrazó y me ayudó a bañar, me secó, me acostó en la cama, me arropó y se quedó a dormir arrunchadita conmigo toda la tarde. La situación más rara de la vida, cuando desperté, ya mucho mejor pero con un poco de la lentitud que deja la marihuana por unas horas, pedimos comida a domicilio y charlamos un rato más. Ya era de noche y empezaba a hacerse tarde, la acompañé a tomar un carro y se fue. Jamás me sentí tan loser con una cita, qué anécdota tan fuerte y tan asquerosa… ¿Cómo habría reaccionado yo en una situación similar? Seguramente no habría sido tan dulce y comprensivo. Juré que lo primero que haría ella sería bloquearme de todo contacto y reírse de esto con cuanta persona pudiera. Pero resultó que no, al otro día hablamos mucho, entre otras cosas me contó que duramos mucho más de una hora follando, que me había venido dos veces y no se me bajaba ni reducía la velocidad, cosa de la que ni me acuerdo, y que ya yendo por la tercera fue que me maluquié, quizá por tanta presión (sumado al sushi con chocolate y queso que se batía sexual e incesante).

Jamás la volví a ver, días después ella viajó al Huila y yo emprendí mi mochileada con mi mejor amigo. Ahora está en Francia y hablamos esporádicamente. Sospecho que de haberse quedado y de haber compartido más tiempo habríamos quizá arriesgado un poco más por ver qué pasaba en un plan no tan casual. Puedo decir que ese día, con lo rápido que se dieron las cosas se sembró un amor bien bonito, bien casual. Me regaló el polvo más hijueputa de mi vida, el mejor, aunque no sé si calificarlo como el mejor puesto que fue con trampa, pero como sensación, como experiencia lo es. Nada supera hasta el día de hoy lo que sentí esa única vez tirando con marihuana en la cabeza. Toma unas fotos hermosas, se compró una Canon y experimenta por allá en Troyes por donde anda estudiando; me las manda de vez en cuando para saber qué pienso, a ratos hablamos de mil cosas, a veces pasan semanas sin un «hola», no obstante hay una conexión especial y ambos sabemos que bastó ese ligero encuentro para poder vernos de nuevo algún día cuando no estemos tan lejos. Sara fue literalmente una mujer a la que conocí por chat, luego personalmente y luego en la cama en menos de un día, y no por eso es una one night stand. Me parece que el amor tiene que ser redefinido de mil nuevas formas, tienen que quebrarse los clichés y los protocolos. Sin ser nada el uno del otro, nos dimos una experiencia que ninguno olvidará… nos dimos y nos fuimos el uno del otro por un pedacito de vida, y así está bien.

Se suma a una más de tantas cosas especiales por contar; y no especiales porque sean únicas, sino porque sé que las comparto con muchos. Solo que me tomo el atrevimiento de dejarlo por escrito, por sacarlo del tabú, tal vez con el objetivo de crear catarsis en alguno, de que alguien diga «marica, también me pasó», o de que se den cuenta de que mucho de lo que piensan también pasa por aquí y de repente escribirlo sirve para darle forma a los conceptos y los bastiones necesarios para salir del dogma carcelario y conservador que tanto nos aqueja. Vivimos en un mundo en que se nos juzga por no hacer las cosas tanto como por hacerlas. Así que en últimas lo más sensato es vivirlas (es mejor pedir perdón que pedir permiso), untarse y abandonar el rol de espectador para aprender el verdadero peso de los juicios, de las culpas y hasta de las moralejas. La vida es una, se vive o no se vive, la escuchamos o la contamos. Con todo lo anterior, todo lo que dice este post, no quiero hacer una apología al sexo bajo efecto de ninguna droga ni mucho menos al consumo de estas. Quise compartir mi experiencia, lo que sentí y aprendí de ella. Si bien por el hecho de tratar de poner en letras algo que parece imposible de describir, también por el deseo de desmitificar tantos prejuicios al rededor del tópico.

Siento que mi opinión con respecto a las drogas aún está consolidándose, aún está mutando en conceptos cada vez más sólidos y espero en algún momento poder escribir de ello también con argumentos lo suficientemente robustos. Lo que puedo decir por ahora, repito, no haciendo una apología a su consumo, es que no hay que satanizarlas. Están y han estado en la historia por años, y para nadie es un secreto que se consumen a diario y con muchos fines. Hay problemáticas muy densas alrededor, tales como la violencia que supura el narcotráfico en todos sus niveles, el tipo de droga de la que se trate y hasta los públicos a los que ataca. Considero que el problema jamás será la droga como tal sino la no comprensión y la no inclusión de éstas en el paradigma del status quo. Tratar de evadir su existencia, alimenta su factor furtivo y a su vez el valor económico, trayendo con esto corrupción, muerte y desastres a gente que ni siquiera la consume pero que en muchos casos sí depende de su mercado para sobrevivir como es el caso de muchas familias campesinas en extrema pobreza que viven del cultivo de coca, por ejemplo, ya que el gobierno no subsidia tan bien otros cultivos que «sí considera legales». Me parece pertinente que se cree una conciencia pedagógica y cultural de las drogas, de su uso y sobre todo el fortalecimiento del criterio que cada ser humano ha de tener para probar una o no. Repito, el problema no es la sustancia, sino las condiciones en que se consume. Que la droga sea ilegal jamás ha impedido que se consuma por quien la busca. Todo en exceso es perjudicial, desde el azúcar y la sal hasta cualquiera de estas sustancias, razón por la cual afirmo que consumir o probar una droga no es lo mismo que ser adicto ni generar un daño social inmediato. A mi modo de ver, y bajo una solida conciencia de lo que se hace, no está mal que la gente pruebe drogas; con esto tampoco estoy diciendo que está bien. Experimentar trae consigo diversas opciones y contextos en los que, claro está, la decadencia y pérdida de la dignidad humana también está incluida (sucede también con el alcohol, el tabaco, el sexo, la comida, etc.), pero no debe ser el único lente bajo el que se escrute la situación. Al hacerlo se cae en el amarillismo y el morbo, dejando a un lado otras formas de concebir una realidad en la que las sustancias psicoactivas coexisten en el fenómeno social sin generar impacto nocivo a sus integrantes.

No hay que generalizar, hay que saber analizar con cuidado cada caso en particular. No es lo mismo consumir marihuana a consumir heroína (esta última tiene consecuencias irreversibles como la adicción psicofisico dependiente), ni siquiera es lo mismo fumarse un porro a fumarse un taco de bazuco, hasta las drogas tienen estrato social, y así duela el comentario, no es igual el contexto de su consumo en un ambiente de miseria que en un ambiente más destacado, ya sea ocasional o frecuente, pero es cierto que en el segundo de los ambientes muy probablemente se consuman cosas más fuertes, relegando el cannabis a la condición de una simple hierba aromática. Es falso que por probar una droga se prueben todas y que probar un porro sea la puerta a todas las demás hasta llegar a la perdición. Con las drogas pasa como con cualquier comida, cualquier dulce, habrán unos que gustan y otros que no. Es falso que fumarse un porro de marihuana, y en general la mayoría de las drogas de las que sé, convierte en un delincuente o en alguien violento; pienso que es más violento (y más deplorable) alguien borracho, tirado en una esquina vomitando, meándose y perdiendo toda dignidad ya sea por eso o por romperse la madre en una riña por una estupidez cualquiera. Es importante recordar que el licor tuvo en su momento la etiqueta de «ilegal» y era tan juzgado moral y culturalmente como cualquier droga de hoy, además de ser igual de lucrativo por su contrabando (de nuevo la cuestión remonta a lo políticamente correcto); solo cuando su consumo perdió proscripción se limpió su imagen y ahora hasta hace parte del caché y del cotidiano de una persona «normal». Jamás he negado que existe la adicción, y salvo algunas sustancias demasiado fuertes considero que la gran mayoría de las drogas, y en general todos los placeres, devienen en adicción bajo consecuencia de una voluntad y un juicio pobre. La adicción está en la mente. Considero también que, por la misma razón, no es lo mismo probar una droga a los trece o catorce años que probarla a una edad más adulta; un joven -un niño-, puede no saber equilibrar el placer con su estado consciente de libre albedrío y puede caer mucho más fácil en adicción, asimilará con más frecuencia el sentirse bien delante de sus amigos bajo efecto de alguna droga, obviará cualquier repercusión y probablemente pueda terminar en situaciones más comprometedoras que pueden incluir mucho más que drogas, sin haberse tomado la molestia de evaluar o considerar lo que hace. En el caso de un adulto es más consciente la cosa, pensaría yo que ya cada quien sabe lo que hace y cómo lo hace (obviamente habrá excepciones, la edad termina no siendo determinante en muchas cosas), no con eso quiero obviar el riesgo de adicción pero la gama comparativa de placeres y sensaciones es más madura, más elaborada en la adultez, escoger se vuelve un privilegio que permite seleccionar qué se quiere sentir y bajo qué condiciones.

Quisiera entrar en debate político con este tema pero en últimas no es el punto, no es el tema principal de este post. Quizá hablarles de las ventajas que ha traído para una sociedad como la Uruguaya la legalización de algunas drogas, así como la evolución en materia humana en el caso de Holanda y otros países europeos que sí supieron entender que, más allá de las drogas, el verdadero problema era la corrupción y el lucro que impone el título de «Ilegal» tanto para el narco como para el político. Hace poco vi un vídeo de la Pulla y encontré tantas cosas de las que quería poner en este post, que para qué las repito, así que se los dejo por acá, creo que es contundente y conciso al aludir diferentes tópicos que pese a no estar relacionados directamente con probar drogas, sí conciernen a las quimeras políticas que se turnan la confusión y la segregación de la gentes en nuestro país. Problemáticas de escritorio que sesgan información y terminan convergiendo, como siempre, en los múltiples fantasmas del conflicto.

Luego de llegar de Estados Unidos, hablando con mi mamá, le confesé que había probado por primera vez la marihuana. Se escandalizó y me gritó, preguntó si yo me había vuelto adicto o alguna mierda de esas. Le respondí que no, que lo hice de forma consciente y que prefiero contarle de primera mano mis cosas como confidente, como amigo y como hijo antes que recibir chismes maricas de terceros que tergiversen la sinceridad que llevo con ella. Así que si usted, que no es mi mamá, no comparte, no entiende y no recibe lo que pueda leer acá, sepa de muy buen grado que su opinión me vale una bibliotecada de verga. No me considero una persona adicta a nada, (a veces a las mujeres) trato de analizar y ser consciente de cada episodio de mi vida, en qué me ayuda, en qué no, qué me aporta y qué me quita. Me emputan los juicios y los juzgamientos sin fundamento y por eso, sin que suene a sugerencia, antes de juzgar prefiero que sepan y ojalá prueben de aquello de lo que están rajando. Unos plones de marihuana y una mujer hermosa un día me proporcionaron un historia que llegó mucho más lejos que mi propia líbido, me dio las experiencias y las herramientas necesarias para apreciar algo nuevo que probaba por primera vez, una nueva forma de explorar mis sentidos, de cierta forma apreciar lo valiosa que se vuelve la vida cuando descubres una suerte de opciones, digamos lentes con filtro, para echarle una momentánea y distinta ojeada al fenómeno de Estar Aquí; no soy ni más ni menos persona por ello. Al día de hoy he probado tres tipos distintos de droga y he sabido abstraer lo más increíble de sus efectos con el fin de algún día escribir y contar. No dependo ni me dilapido en ello, pero tampoco quiero hacer parte de las tertulias godas que juzgan con hipocresía; me es sensato aceptar la vida como la he vivido hasta el día de hoy.

Miro atrás y veo que mi postura respecto al tema ha cambiado y se ha vuelto más tolerante, no precisamente porque ahora ya he probado cosas, pero sí es cierto que ello ayuda a tener una perspectiva in sito de todo el cuento a gran escala. Sustancias de mil suertes han existido en la historia y sus azares, han tenido connotaciones espirituales de respeto, altísimo valor epistemológico y hasta ontológico; podríamos hablar de la hoja de San Pedro, del Yagé, la Ayahuasca, hasta de la misma Marihuana. El inconveniente de la postmodernidad es que estos saberes y apreciaciones no se tienen ni se practican por todo el mundo, sumado a que también existen drogas sintéticas y de «uso recreativo» que nada tendrán que ver con una experiencia espiritual… y está bien, no tienen por qué estar relacionadas. Que las cosas existan, pasen y se den porque sí también hace parte de la realidad, procurar lo contrario sería rayar en lo existencialista. Cada quién tiene derecho y autonomía de dar un significado y sentido a aquello que haga, a sus decisiones. Entender esto es clave, pues está en todo su derecho de vivir quién decide experimentar con algo como quien no. Y es en calidad de esto que se mide la madurez de una sociedad; al final del día la única droga que le pudre las venas al mundo es la intolerancia que señala y juzga.

El Karma de Adán

¿Ha conocido, deseado, amado e incluso odiado a ese hombre inmaculado, tierno y dedicado que encarna la diáfana idealización del hombre perfecto … o en su defecto, ha sido usted, si es varón quien me lee, aquel hombre ideal de aquella doncella que soñó y quizá aún sueña con sus virtudes? Pues bien, yo también lo fui; también gocé de las mieles y las envidias jactanciosas infundadas en mujeres, e incluso hombres, por el simple hecho de ser lucido y exhibido como el novio idóneo, como el más guapo, como el que además de guapo era amable y amante de cada significante del amor, la caballerosidad, pero sobre todo, de la irrevocable condición divina, exenta de error y de fallas que me atribuía el ser bautizado y bendecido bajo ese título sociocultural; que al final del día se mostraría como la peor maldición jamás impuesta sobre el Hombre, hablando en términos de género, la peor condena a los humanos velludos y con verga, y uno de los más resistentes e indestructibles bastiones de los prejuicios sexistas, o chovinistas, o machistas del mundo: El Príncipe Azul.

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El Príncipe Azul de mi historia

A los dieciséis años conocí por una linda casualidad a mi primer gran amor en la vida. Nadie iba a pensar que en una misa, dos extraños, una en el público y otro rezándole a la virgen María en francés desde un atrio en el colegio (sí señores, yo alguna vez recé y oré a dios) construirían una hermosa y poderosa relación que duraría siete años, que definiría y moldearía tanto en la vida de cada uno. Yo no tenía ni un pelo en la cara, era el niño más flaco del mundo y me peinaba con una cresta que horriblemente se volvía una flor cuando los rulos me crecían y empezaban a doblarse hacia los lados. Dos niños empezaron a jugar al amor, la ternura surgió y de ella las cartas, los detalles, lo romántico, lo dulce, las flores, las canciones y todo aquello que como por instinto evoca ese mar de emociones en el huracán del amor. Esa otra persona, ese amor, se vuelve una vocación en la que todo es idílico. Es literalmente imposible mirar otras tetas, mucho menos contemplar otros amores, básicamente porque ese mismo idilio enfoca todas tus energías y emociones en el otro… hasta que alguno de los dos «pela el cobre»; o no lo llamemos así, llamémoslo como es: «hasta que alguno de los dos muestra el factor más importante y a la vez más obviado de las relaciones amorosas; La Falla, El Error, La Realidad, el Ser Humano».

No viene al caso entrar en detalles, pues no se trata de jugar con información sensible, ni con la vida o la historia de alguien en aquello que escribo. En esa relación hermosa y duradera no todo fue un idilio siempre. En su momento ella fue una maldita y me hizo cagadas que dolieron mucho y muy profundo; y de igual manera yo también tuve mi turno para ser un cabrón y hacerla sufrir. Me refiero a esos episodios de tal forma porque primero es conveniente atacar la parte sensible, posesiva y animal que todos tenemos, dejarla supurar el veneno, para luego contar hasta diez, meditar y entender que al final del día nadie es mejor o peor. Entender que el dolor y la ira también forman parte de las relaciones y, en alguna medida, son ingrediente clave para rescatar siempre lo humano y volátil del amor.

El turno para entender esas cosas me tocó primero a mi: a mis diecisiete años, luego de que ella se hubiese ido de vacaciones a tantear terreno con un amor platónico, habiéndome dejado enamorado y viendo un chispero, la vi regresar por mí, dejé a una chica con quien salía y fui tras ella, loco de amor, ignorando cualquier detalle que me agobiara pues en últimas lo único que yo deseaba era estar a su lado y ser esa persona increíble y especial; para en unos meses sentarme a llorar luego de descubrir que se andaba besuqueando con un imbécil que se llamó mi amigo, que la sedujo como a cualquier otro pedazo de carne por las que antes competíamos él y yo, mirarla a la cara, escucharla arrepentida repitiendo que me amaba a mí y solo a mí… y algo que marcaría mi forma de entender las relaciones y el amor de ahí en adelante: «Tú eres perfecto, tú eres divino conmigo. No entiendo cómo me perdonas… pues si yo estuviese en tu lugar, si yo supiera que te metes con otra mujer, no te lo perdonaría jamás. Esto se acabaría.» (Atención a esto, porque de aquí se desprende absolutamente toda una catástrofe epistemológica sobre la fidelidad en las relaciones e incluso sobre los roles de género) Finalmente la perdoné.

Yo la amaba y siempre resaltaba en ella y en la relación las cosas bonitas por encima de las cosas que dolían. Pensé que era humano, que podría pasarme a mí también, y que incluso podría repetirse mucho, ella era una mujer muy atractiva así que lo más lógico era que durante nuestra historía el asedio por parte de otros hombres no iba a ser algo que cesaría fácilmente. Entendí que sería normal que ella como mujer también se sintiera atraída por otros hombres y que era cuestión de madurez de pareja (a nuestros escasos 17 años) asumir nuestros roles para no fallarle al otro. Intenté hablar con mi ahora ex-amigo, le hablé con sensatez y le dije que lo perdonaba también, le expliqué que no me lo había esperado de quién se hizo llamar mi mejor amigo, pero que definitivamente no quería perder su amistad por una mujer. Más matan faldas que balas. El güevón no tuvo los pantalones ni la seriedad para entender mi cariño hacia él y prefirió alejarse dejando todo en rencor y una estúpida prevención de que algún día yo le haría lo mismo. Severo marica, aún me duele que haya decidido tirar la amistad por una vieja, como si de Karma viviera yo.

Tenía ya veinte años cuando, por primera vez, dejé ver el sucio y los raspones de mi cuerpo humano bajo el inmaculado traje de Príncipe Azul, acompañado de las lágrimas de la mujer que amaba, su cara de decepción y el vacío tan verraco que me comprometía desde el estómago hasta los pulmones. Hacía unos días en alguna disputa virtual por cosas que no me acuerdo, una fulanadetal comentó o me publicó algo amenazador en el muro de Facebook, yo me perdí todo el día, creo que no tenía smartphone y seguramente el celular estaba descargado, mi novia había visto el mensaje, se preocupó y, como tenía la clave de mi Facebook (de las pruebas de amor y confianza más culas que existen. Si hay confianza que se mida por acciones y no por estar vigilado), decidió entrar a mi perfil para saber de mí; se dio de cara con una conversación, para nada sexual, en la que de formas muy tiernas y quizá por ello comprometedoras me hablaba con otra chica con la que alguna vez tuve cierto feeling en el colegio pero con la que jamás me di siquiera un beso. Semanas después, jugando Apalabrados en mi iPad, di con un jugador aleatorio online, resultó ser una chica que me pidió hablar por Skype, era gringa, nos vimos por cámara, nos dijimos sandeces morbosas en inglés y me masturbé viéndole las tetas; un episodio que no tuvo mayor relevancia pero que también llegó a sus manos, destrozándole otra vez el ideal que tenía de mí, haciéndome sentir como un culo.

Sabía que la había cagado, lo sabía de verdad. Pero ¿por qué carajos me sentía tan pero tan mal? Su reacción inmediata fue «jamás imaginé eso de ti, yo te tengo en un pedestal», «dejemos así», «no quiero saber más», todo iba encaminado a terminar. ¿Por qué razón no veía en su rostro la calma y la abnegación con la que yo había enfrentado sus errores, aún cuando ella sí se había visto y hasta se había besuqueado con otro?, ¿Por qué su desilusión me pesaba tantísimo y yo no recordaba haber sentido lo mismo, más allá del dolor y la sorpresa de la situación?. Luego de rogarle, de llorarle perdón, fuimos a casa, hablamos y me sinceré. Le dije de bonita forma (no me podía arriesgar a que se enojara más), que era normal que eso pasara, que seguramente habría feeling con otras personas mientras estuviéramos juntos. También le dije que me pesaba tener encima la responsabilidad de ser perfecto, de ser un príncipe, que a veces también me tentaba a fallar, a coquetear, que a veces también me daban ganas de saber qué se sentía no ser el que no rompía un plato… Todo parecía haber vuelto a la normalidad, al status quo. Pasaron meses e incluso años en los que edificar la relación era todo un proyecto de vida. Pero volvió a fallar la cosa, y esta vez por mi culpa. Se avecinaba un viaje a Argentina, me fui a estudiar seis meses con opción de quedarme años. Ad portas de enfrentar una relación a distancia… me comí con mi mejor amiga.

Meses antes de irme, un día en la Universidad surgió una conversación un tanto subida de tono, nos confesamos el deseo de probar qué era tener sexo con tu mejor amigo; todo provino de un artículo en internet que hablaba de la confianza suprema y del fortalecimiento de la amistad a través del compartir escenarios complejos como por ejemplo el sexo. El problema es que dicho artículo no contemplaba que los involucrados tuvieran una relación estable cada uno por su lado, relaciones que ya llevaban entre tres y cuatro años. Puedo decir que a mi mejor amiga la amaba. Pero no era ese amor de pareja, era una amistad demasiado estrecha e íntima que habíamos forjado durante mucho tiempo; no había cosa que no le contase a ella, e inclusive habían cosas que le contaba SOLO a ella pues me sentía más cómodo y como que no me parcializaba como lo hacía el punto de vista de mi pareja. Era una relación muy linda, muy parcera, muy del putas. El caso es que fui un día a su casa por veinte mil pesos que me debía y, a pesar de que la casa estaba sola, desde que entré hasta que me fui la sentí atestada de las bestias y los demonios con los que nos desgarramos hasta el último centímetro de piel… sin pensar. Nada importó, ni su Él, ni mi Ella. Todo se desbocó en ese recinto de techos de madera que convergían en su pequeño y liviano cuerpo, ahora manipulado con fuerza hercúlea y lenguas abrasivas, que licuaron todos los gritos, gemidos, estallidos y embestidas en un cóctel de saliva y sudor.

Al otro día nos vimos en la universidad… y no pasó nada. Es decir, pudo pasar de todo con la mayor normalidad del mundo. Como si nada hubiese ocurrido. Seguíamos siendo los mejores amigos, no se confundieron las cosas. Gozábamos ella, su novio y yo en los mismos escenarios y, a veces, hasta los cuatro, incluyendo a mi novia. Tuve miedo de no poder mirarla a los ojos y a su vez no poder mirar a su novio, pensé que el pecado me delataría, pero no. Lo habíamos logrado, tal como lo predijo el famoso artículo de internet. El sexo entre amigos fortaleció nuestra confianza más allá de lo pensado. Ella no dejó de amar en ningún momento a su novio, ni yo a la mía. Todo lo contrario, cada día los elegíamos con más vehemencia, con más amor. ¿A costa de qué? de habernos acostado, de haberles fallado y de no saber cómo compartirles y confesarles eso, evitando la ira y el miedo de perderlos. Un mes después, encontramos la oportunidad para confesarlo, en medio de un viaje a tierra caliente en el que vivimos un episodio cuasi-orgiástico los cuatro, pero no pasó… No supimos cómo. Yo me iba lejos, así que acordamos enterrarlo, nadie lo sabría jamás, no dañaría nuestras relaciones ni nuestra amistad. No obstante, sabía que entre más pasara el tiempo, más dolería encarar esa verdad sincerándome, así que me opuse rotundamente a enfrentarme a una situación en la que tuviera que escoger entre la mujer que amaba y mi mejor amiga; a ambas las amaba, de forma distinta, pero las amaba. No quería escoger entre alguna, no podía.

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¿Fidelidad o Lealtad?

Me fui para Argentina arriesgándome a una relación a distancia con mi novia. Fue muy lindo, aunque me llevé ese secreto, procuré vivir lo que tenía que vivir. Nos escribíamos, nos mandábamos regalos y detalles de país a país, jamás faltó ese viajero cómplice que alimentaba los detallitos alcahueteándonos los envíos de cositas. Supe estar presente en su cumpleaños a través de regalos, encomiendas y sorpresitas que la asediaron desde que se despertó hasta que se durmió otra vez. Pasaron muchas cosas en Argentina, algunas llamaron mi atención significativamente y revaluaron muchos de los ajustes éticos, morales y culturales con los que yo venía. Por ahora les contaré de dos episodios en particular que tienen gran protagonismo en toda esta historia.

Una noche, trabajando como bartender en High On The Roof, una terraza club muy fancy por Calle Defensa, a unas tres cuadras de Plaza de Mayo, una mujer de unos 35 o 40 años guapísima; me pidió una Caipiroska y mientras se la preparaba me fijé en cómo me miraba de arriba a abajo, lo hacía con cierta perversión, me guiñó un ojo y se mordió los labios, luego me llamó con un dedo y fui, aprovechando la oportunidad para llevarle su cóctel. Estaba con un hombre de más o menos su edad que, curiosamente también me miraba hasta el culo, me escaneó entero y me miraba como con morbo, con deseo. El tipo era hasta pinta, se notaba que hacía ejercicio y pues tenía un aire clasudo muy viril que no me permitía pensar que fuera gay. La situación era super incómoda y yo estaba confundido con esa miradera de los dos.

Todo esto pasaba mientras me preguntaban mi nombre, qué hacía, de dónde era y cuántos años tenía; estaban fascinados con mi «tonada» colombiana. Decidí volver a la barra y en el momento justo de huida la mujer me toma del brazo y me dice «Nos encantás, a mi esposo y a mi nos parecés lindo y pues quisiera preguntarte si a vos te gustaría hacer un trío con los dos». Mil cosas debieron pasar por mi cabeza porque juro que me puse morado de la vergüenza. Les dije, creo que gritando, que NO. Volví a la barra con la cabeza gacha y trabajé toda la noche sin dejar de pensar en eso que acababa de pasar. De vez en cuando veía pasar a la mujer, le veía el culo, las piernas y la cara de bandida que tenía. Me encantaba, no lo podía negar. Notaba cómo me miraba cuando pasaba cerca… pero no. Algo estaba mal. ¿Por qué si yo mismo sabía que un trío era una de mis fantasías sexuales más grandes, no lo aceptaba?. Les juro que no era por mi novia; a pesar de que pensé en ella, no voy a ser tan mojigato para decir que no tuve ganas de aceptar la propuesta en un país donde nadie me conocía. Ese NO poder estaba ligado a otra cosa y no sabía bien qué era. Quizá estaba relacionado con que yo no comprendía cómo algo así se podía proponer a quemarropa (sin si quiera un vinito de por medio), pensaba que para hacer un trío se necesitaba una super confianza de pareja y de amistad con el tercero. Repito, no es que no quisiera, es que la pregunta fue como un cachetadón que me cogió sin estar preparado. Por otro lado, ¿dijo ella «Esposo»? ¿Puede tenerse tanta confianza para pedir sexo a otra persona delante de tu pareja, así como así?. Yo pensaba que esas fantasías eran más comunes en los jóvenes, yo tenía 20 años; esos dos ya eran muy maduros y por la cara y la situación que acababa de vivir, parecían disfrutar del momento, del morbo y hasta de mi pena… con una complicidad envidiable. ¿Qué mierdas acababa de pasar?

Hablé con un amigo, le conté de lo que pasó y le pregunté también aquellas inquietudes que estaban pasando por mi cabeza. El man, cagado de risa, me dice: «Claro marica, si es que acá eso es re normal, aquí se ve mucho lo swinger, muchas parejas son swinger, no son tan mojigatos como en Colombia, aquí no se le ve tabú a muchas cosas que allá sí». ¿Swinger? la última vez que había escuchado esa palabra, si mal no estoy, fue en una nota amarillista o en un comentario de alguien en mi familia, recuerdo que hablaban de algo así como fiestas a las que uno se iba enruanado, de ropa ligera, apagaban las luces y eso se convertía en una culiatón, todos con todos, una joda muy pesada. No me quedé con las ganas, me puse a buscar en internet y encontré cosas interesantes. El plan Swinger consistía, básicamente, en disfrutar de una apertura sexual en pareja, romper horizontes y cimentar la confianza de la relación más allá del tabú de la infidelidad de cama. Fiestas a las que ibas con tu pareja (O solo, aunque cuando es así es mal visto. Se ve como que no tienes nada para compartir pero sí esperas que los demás compartan contigo) y compartías con otras parejas, charlabas, tomabas algo y en medio de la interacción tenías la potestad de insinuar, coquetear, tocar e incluso tener relaciones sexuales con otras personas. Las reglas son básicas, si alguno de los involucrados no quiere, pues todo bien, no pasa nada. Prevalece el respeto y la sobriedad en un ambiente de mente abierta. El resto está sujeto a la imaginación, la apertura de cada quien; tríos, intercambios de pareja, orgías… etc.

Todo me sonaba a bacanal, a sodoma y gomorra. ¿Dónde quedaban los sentimientos, la fidelidad y sobre todo la exclusividad de la pareja? Yo no es que fuera religioso ni mucho menos, pero la idea de fidelidad que tenía también venía con toda una contraparte conceptual, no se entiende lo que es ser fiel si no se entiende lo que es ser infiel, cometer adulterio, «desear la mujer del prójimo» y todas esas vainas con las que la religión y la familia lo previenen a uno. Las prevenciones contra el diablo. ¿Cómo era posible ir con tu novia o esposa a un sitio donde algún man se la comería, donde tú te comerías a la novia o esposa de otro, donde se comerían todos con todos y después como si nada, todos felices, literalmente de «pipí cogido»? Pues no me aguanté, quise saber de primera mano qué era todo eso. Encontré en internet un bar Swinger en Buenos Aires, se llamaba El Gato Negro y era el más recomendado por muchos sitios web, me leí como tres páginas de comentarios y experiencias de las parejas que allí iban. Lo medité unos días y me decidí, a pesar de todo lo que corría en mi mente y de lo mucho que me estaba juzgando por todo aquello que estaba deseando y lo muy en contra que iba de mi relación, algo me decía que tenía que vivirlo a pesar de que ni siquiera ella lograra entenderlo. Un día cogí la línea B del Subte y me fui hasta allá. Pagué 90 pesos la entrada por ir solo (las parejas pagaban 60) y me recibió una mujer de unos sesenta años, me miró de arriba a abajo y recuerdo que algo dijo relacionado con lo rico que era ser visitado por gente joven como yo. Me dijo que fuera a los vestidores y que allá me explicaría cómo funcionaba todo. Metí toda mi ropa y zapatos en un locker con candado, ella me dio la llave y una bolsa plástica de colgar en el cuello en donde metería yo la llavecita junto a tres condones que venían incluidos en el pago de la entrada; luego me dio una toalla para cubrir mi desnudez, me la puse en la cintura y tomé un par de chanclas que me ofreció.

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El recinto era amplio y hasta bonito, tenía mesas y sillones acolchados, muchos divanes más o menos del mismo nivel y sin posabrazos, ya me imaginaba para qué serviría tanta comodidad de los muebles. Tenían baño turco, sauna y un jacuzzi grandísimo en las zonas húmedas. Decidí sentarme en la barra y tomarme una cerveza. El plan era conocer, saber cómo funcionaba y nada más. De repente escucho que me llama una pareja y me invitan a sentarme con ellos y otros dos que estaban en su mesa. Fue un poco chocante de entrada porque estaban totalmente desnudos, todos tenían sus toallas sobre la mesa de centro y charlaban y se reían como si fuera lo más normal del mundo estar con la verga y las tetas al aire. Me presenté y les hablé un poco de mi. Seguramente se notaba lo nuevo y lo asustado que estaba. Ambas parejas tendrían unos cuarenta y pico de años, quizá cincuenta, y las dos mujeres estaban muy guapas aún con la edad que mostraban, yo no dejaba de mirarles disimuladamente las tetas y las piernas, una de ellas incluso se sentaba con las piernas ligeramente separadas y yo podía ver su vagina delicadamente rasurada. Lo más curioso del asunto es que aún era todo muy nuevo para mi y yo estaba nervioso, fuera de base… y por la misma razón ni se me paraba, lo tenía más dormido que nunca. Fue ahí, en ese momento cuando tuve una de las charlas más interesantes de mi vida, a mis veinte años, en una mesa con cuatro desconocidos en bola, vergas al aire y tetas en pompa, con algunos otros a unos metros culeándose a sus parejas o a las de los otros, masturbando, gritando y cagándose de risa en complicidad, cuando me enteré de que fidelidad y lealtad se camuflan como sinónimos pero no son jamás la misma cosa.

En ambos casos, cada pareja había accedido al mundo Swinger luego de años de relación. Ambas parejas tenían hijos en casa y a estos les promulgaban y enseñaban valores en lo que a cuidarse integralmente como persona respecta. Tenían trabajos normales, gustos normales y vidas normales como cualquier otro. Habían llegado al mundo Swinger luego de una monotonía sexual que no implicaba falta de amor, sino justamente la plena conciencia de asumirse en una relación sexual exclusiva que, en medio de la ternura y los detalles, los privaba de otras cosas que tenían que camuflarse como deseo y fantasía. «Feli -me dijo Gabriel- nosotros no decimos que la vida Swinger sea un ejemplo a seguir ni que todo el mundo debería vivirlo. El mundo es un mar de cosas y hay tanta variedad que sencillamente lo más sensato es la tolerancia y el buen convivir. Lastimosamente, el mundo aún juzga mucho y es conservador y religioso y hace de cualquier pavada un tabú. Como yo hay muchas parejas adultas, con hijos y vidas estructuradas que tienen que llevar su condición de Swinger en anonimato; se dan el lujo de disfrutar sus placeres en compañía, conservan su relación y su amor como un núcleo irrompible que se alimenta de las experiencias, del sexo y del compartir con los otros única y exclusivamente para fortalecer ese núcleo. Se son leales el uno al otro. ¿Sabés por qué las relaciones de ahora son tan volátiles y liquidas que terminan acabándose por cosas tan estúpidas como que de repente gustás de otra persona? Pues porque la mentalidad humana se empobreció tanto que limitó la inmensidad del amor de pareja a un tema de cama. De repente haber besado una boca, o tan solo desearla, ya es capaz de envenenar todo lo lindo y maravilloso que pudiste construir con otra. ¿No te parece estúpido? Yo soy swinger porque prefiero tomar lo que muchos consideran un problema y enfrentarlo, disfrutarlo. Asumir las fantasías, los deseos y los demonios de mi pareja como si fueran míos, velar por cumplirlos, por complacerla, de seguro ella hará lo mismo por los míos… ¿y a cambio qué gano? una seguridad, complicidad y confianza que reviste el amor de mi relación y lo hace inmortal. Pensalo bien, Feli, la mayoría de la gente rompe sus relaciones solo por la idea de que su pareja se acueste con otro ¿pero qué pasaría si ese sexo no implica romper el amor y los sentimientos, sino sencillamente cumplir un impulso y unas ganas?, ¿juzgarías solo por que el otro se confiesa humano o preferís encontrar a tu pareja en infidelidad y sufrir solo porque no tuvieron la madurez suficiente de enfrentar un tema que les atañe por el simple hecho de ser seres humanos que quieren vivir y experimentar en la única vida que se les dio?. Yo prefiero ser el mejor amigo de mi pareja y ayudar a cumplir aquello que a ella la reconforta, en todo sentido. Después de eso solo puede quedar el único y más sensato de los miedos, el miedo a que se acabe el amor.» Palabras más, palabras menos, eso me contó, lógicamente con muchas cosas más, pero ha sido esa la conversación que logro tener casi que perfectamente memorizada desde hace más de cuatro años. Fue una tarde inolvidable, sentí que dispusieron de su tiempo para contarme sobre algo nuevo que seguramente aportaría al abanico de experiencias que moldearían mi forma de pensar. Me sentí muy agradecido y en parte avergonzado, les hice perder mucho tiempo que pudieron gastar en uno u otro quehacer sexual. Entrada la noche, y rodeado de decenas de personas en faenas indescriptibles, hirvientes y húmedas, fui por mi ropa, pagué la cerveza y me fui a casa con el paquete de condones más caro de mi vida.

En el metro iba pensando muchas cosas, tenía que dormir. En conclusión mi mente tenía ahora algo que la enriquecía. Al final no había quedado tan seducido con la idea de ser Swinger como con todo aquello que empezaba a conceptualizar en silencio. Muchas cosas que pensé buenas y sensatas en mi educación durante veinte años empezaban a carecer de sentido, parecían simples títulos que servían como máscaras para huir del miedo que implican verdaderos dilemas en los vericuetos de las relaciones humanas. La fidelidad no existe, jamás ha existido, se me antojaba ahora un término sucio e hipócrita, una excusa portátil al alcance de cualquier lengua. Nuestro paradigma sociocultural trajo la fidelidad como una sentencia al infierno, un constante recordatorio del pecado. El credo judeocristiano nos dice que se peca de palabra, obra y omisión; si tienes novia y te gusta fulanita y lo dices, pecas; si te la comes, es obvio que pecas; pero si no lo dices ni te la comes pero lo piensas, también pecas. ¡Jueputa!, estás amarrado por lado y lado. Te obligan a ser un borrego manso que no existe ni en la comprensión del imbécil que escribió ese maldito renglón en la biblia. Eres un ser humano y estás jodido y re contra jodido por serlo. ¿Qué mierda, no? Ahora me sentía peor que nunca. Tenía una novia, la amaba con mi vida, pero resulta que solo por reconocerme capaz de deseos y pasiones que no la incluyeran a ella, terminaba siendo el malparido de malparidos. No tenía nadie que decírmelo, yo lo sabía, yo lo entendía así. Estaba tan metido en el rol del hombre perfecto, el que no pecaba, el amante impoluto de su doncella… que hallarme en esa verdad epifánica me golpeaba recurrentemente en cada partecita de mi, me hacía sentir sucio y despreciable hasta el tuétano.

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Así duré muchos días, con incertidumbre y sintiéndome de lo peor, pensando en que mi novia estaba lejos y que no merecía una persona como yo. Pensaba y re pensaba todo, poco a poco fue llegando una nueva revelación que se me antojaba coherente ante la falta de confianza en la palabra fidelidad. Después del enredo ontológico que causaba el no poder ser fiel ni de palabra, ni de obra, ni de omisión, comencé a contemplar el tema de la Lealtad. Estar por y para alguien sin importar qué, sin condicionar, sin juzgar. Abrazar la infidelidad en pareja y enfrentar las pasiones y los placeres de la vida era algo que me empezaba a seducir. Tener la madurez de reconocer las fantasías y las perversiones del otro, recibirlas de buen grado y usarlas a favor de la relación. Dejar atrás los temas de celos, posesión, atadura y exclusividad para abrirme a un mundo libre y explorar todo sin fronteras desde y para el goce mismo del amor. Ser capaz de entenderme como un ser en constante crecimiento y sin tiempo de mi vida para desperdiciar en dramas maricas que no estuvieran a la altura de un sentimiento sincero y verdadero. Así que me casé con el concepto de lealtad. No recuerdo la fecha pero ahí me casé y ya llevamos juntos unos cuatro años. Elegí la Lealtad por encima de la Fidelidad, no como excusa para hacer a mis anchas, no me malinterpreten. Se puede ser leal en una relación abierta pero también se puede serlo en una relación de dos. Pasa que el término no es castrante, implica un vínculo denso, confianza y seriedad. De por sí siempre que se escucha la palabra «fiel» en una conversación de pareja, automáticamente pensamos en «infiel», van de la mano, parecen una trampa lingüística. En tanto que si dices «lealtad» tiende a sonar algo impecable en tu cabeza, lealtad es una palabra que camina con transparencia, con compromiso y convicción.

La segunda historia es mucho más corta, conocí una chica con la que hubo mucha química, una argentina guapísima. Charlábamos mucho y la tensión aumentaba cada vez más. Ella tenía novio también, pero vivía en Irlanda y la visitaba de vez en cuando, ambos estábamos viviendo un romance latente pero sin mucho que pudiéramos hacer. Hasta que un día, a semanas de que mi novia me visitara en Argentina, fue hasta mi habitación y, así como en las películas, se quitó un gabán y me mostró su cuerpo desnudo… piel blanca, delgada y con unas tetotas que parecían de mentira. Me tomó la cara y me besó. Inmediatamente la empujé con fuerza y le dije que se fuera. Era la segunda vez que me negaba a una experiencia sexual que tenía en la palma de la mano. Estuve a menos de un segundo de decirle que lo sentía, que entrara de nuevo y que nos deshiciéramos vivos en mi cama, ganas no me faltaron, era muy linda y no me era indiferente… pero no pude, mi novia vendría pronto, yo la amaba, la estaba esperando. Mi cuerpo, mi alma, mi todo la esperaba. Yo no podía hacerle eso (¿qué paradójico, no?. Me había metido con mi mejor amiga antes de viajar y no podía hacerlo con otra persona). Ya en ese punto, yo no sabía cómo manejar mi moral.

Pasarían unos meses para que la relación se acabara por asfixia, efectivamente me visitó en Buenos Aires y era obvio que en ese lapso de tiempo estando separados hubiesen surgido muchas inquietudes respecto a la vida del otro estando solo. Me decidí por sincerarme. Mala idea. Quizá no fue el qué sino el cómo me sinceré con ella. Empecé a contarle tantas cosas que viví, que aprendí y que ahora modificaban mi punto de vista respecto a muchas aristas en las relaciones. Abogué por mí mismo y le confesé que sí veía a otras mujeres con deseo, pero que no por ello dejaba de amarla, que era complejo para mí no saber cómo manejarlo entre los dos y que quizá me tentaría probar algo de esa libertad junto a ella, aclarando, por supuesto, que no dependía de ello, es decir, que si ella no estaba de acuerdo, no pasaba nada. Solo le confesé mis curiosidades. Todo ese rollo devino en un catastrófico rompimiento en el que quedé como alguien que «pedía peras a un árbol de manzanas», seguramente la abrumé con tanta información y ella llegó a la paranoica conclusión de que yo había cambiado mucho con tanta vaina que viví allá. Esperaba que pudiese comprenderme y ponerse en mis zapatos, de ser así, hasta le contaría lo que pasó con mi mejor amiga antes de viajar, pero no. Una frase conocida llegó de nuevo en medio de su paranoia «…si yo supiera que te metiste con otra persona, no lo perdonaría. Esto se acabaría.» mi intento de sinceridad se vio frustrado y se convirtió en un veneno sutil que poco a poco acabó con todo.

La vida nos volvió a unir luego de seis meses. La busqué yo. La conquisté de nuevo y empezamos con una fuerza increíble, nada nos paraba, yo me sentía en el nirvana. Pasarían muchas cosas que no vale la pena traer de vuelta, que se podrían resumir en que con lo perfecto, lindo y príncipe azul que yo era para ella, la seguía amando inmensamente… pero también la seguí cagando. No me tilden de hijueputa, no se trata de eso. Ella también lo hizo, la cagó tan feo, tan profundo y tan descaradamente como yo. La vaina es que ella nunca nunca fue buena con eso de «ojos que no ven, corazón que no siente», siempre siempre se dejaba pillar, jamás había conocido a alguien tan torpe para hacer alguna cagada; no estoy haciendo apología al adulterio ni a la mentira, pero marica, yo hacía años que había cometido mi pecado y me encargué por todos los medios de tenerlo en secreto hasta encontrar una oportunidad para confesarlo o bien, enterrarlo conmigo en la tumba. Ella siempre, pero siempre daba papaya. Puedo jurar que yo le serví de experiencia para aprender a no mentir nunca… en mi caso, mi ejercicio personal es este blog. En fin. El ego de hombre me ardía como un putas, yo no podía concebir aún una infidelidad así. Igual, con todo y lo descarado que me pareció, con la ingenuidad, la estupidez y el abuso que hubo en la situación, no dejaba de pensar en que no podía reclamarle nada; aún con todo lo que pasó yo la seguía amando. Además pude ver la cosa con un poco de perspectiva y de verdad pude entenderla. ¿Si yo logré disfrutar y asumir un goce sexual con una amiga y a la vez comprender que eso podría quizá pasar con más personas, sencillamente porque la atracción entre dos seres humanos es NORMAL, por qué ella no?. Con dolor en el ego y en el alma pero con la sensatez y la fe más grande la perdoné, le fui leal una vez más. ¡Entendí que era el momento para confesarme por fin! estábamos a mano, la habíamos cagado igualito, no quería culpas que pesaran más en ninguno de los dos casos… y todo se frustró, otra vez.

La situación había llegado a un punto crítico, ella ya no quería saber nada de nada. Se desmoronó cuando la enfrenté, cuando pillé su falla. Por última vez me dijo llorando aquello que tanto odié: «no quiero que me perdones, ¿hasta cuándo tenemos que seguir así?, ¿hasta cuándo quieres que yo te siga destruyendo con tantas cosas que pasan?. Soy una hijueputa contigo y tú no lo mereces. Mereces alguien que te quiera, que te valore… Yo no entiendo a dónde quieres llegar por amor, yo me conozco, sé hasta dónde llegaría por mi propia dignidad, sé qué haría y qué no haría por amor. Tú eres un príncipe, eres un ser hermoso, no te equivocas, siempre me perdonas. ¿Hasta dónde vas a llegar aguantando tanto? Si yo supiera que tú te metiste con otra mujer, si estuviera en tus zapatos ahora mismo, terminaría con esto, se acabaría todo.» ¿Qué harían ustedes? Ese maldito título me tenía condenado. Mi miedo más grande era perderla. Cualquier cosa que amenazara con sepultar la relación me generaba el pánico más profundo. No me voy a victimizar; lo peor del caso no es que me pongan el título, lo peor es que era yo mismo quien me metía en el papel. Yo mismo me autodefinía en ese hombre envidiable y ejemplar que jamás se equivocaba, que jamás se tiraba un pedo. Era yo y solo yo quien embolaba los zapatos, planchaba y lucía ese hijueputa traje de Príncipe Azul. Y por miedo a la verdad, por miedo a la soledad y al desamor… Me dejé, desde un principio, comer vivo por él.

No, la relación no acabó ahí. La tusa duró poco y volvimos a reponernos y todo fue hermoso de nuevo. Finalmente otras circunstancias que requirieron de nuestra total madurez lograron hacernos ver que el ciclo de nuestro amor había acabado y todo lo aprendido sería por siempre la riqueza más grande en esa escuela que vivimos por siete años. Si se lo preguntan, sí, la verdad salió a la luz, tarde pero salió, quizá en el momento adecuado. Pues supimos enfrentarla y a decir verdad no dolió tanto, no hubo tanto drama, nos pudimos ver a los ojos y reconocer que los tropiezos jamás fueron más grandes que la pureza del amor que un día comenzamos a vivir. Lo que aprendí durante tantos años de esa relación no lo cambio por nada. Todos y cada uno de los momentos que sirvieron para mal o para bien, forjaron lo que soy como persona y cómo percibo la vida hoy. La verdad, como el agua siempre busca salida por donde sea. Es la verdad y la sinceridad el estandarte más poderoso en la vida, duele a veces, pero el dolor enseña. Hoy puedo verla y agradecerle por cada momento vivido, la tercera parte de mi vida lleva su nombre. Y gracias a ella y al amor tan puro que sembró en mi, aprendí con el tiempo a amar con intensidad lo más maravilloso e increíble que puedo ser cuando brillo pero también lo humano que soy cuando fallo. Poderse hablar, mirarse a los ojos y encontrar en el otro un amigo incondicional, un ser que estará por siempre a disposición honrando ese amor gigante que nunca muere, será siempre el tesoro más grande que ambos podremos llevar como fruto de lo que un día fue.

El pecado y el poder de Eva

Con lo que les acabo de contar, llego a una reflexión que no puedo soslayar y que esperaría todos los hombres que lean esto, puedan entender y cambiar, a consideración mía, por el bien de la humanidad:

No es la mujer la responsable del Karma o la maldición del Príncipe Azul. Somos nosotros mismos como hombres, nadie más. Es tan sencillo como que ellas nos lo ofrecen, en virtud de una serie de condicionamientos culturales bajo los cuales están educadas las mujeres en occidente, y nosotros decidimos si aceptamos o no. Como si se tratara de un dulce del que podemos comer, o prescindir si no nos gusta. Eso es clave acá. No quiero justificar, ni dar apologías al engaño, a la traición ni al sufrir de una persona por lo muy o poco cabrón que se pueda ser a pesar de mil teorías que lo justifiquen y en esto me estoy incluyendo, por eso pago con mi experiencia y mi historia en esto que escribo.

Por un lado tenemos a nuestras mujeres, digo nuestras refiriéndome a que las inscribo junto a mi en un mismo contexto sociocultural, que han sido criadas por Disney y sus princesas. Jugando, alabando y deseando ser siempre una de ellas, siendo rescatada del dragón, en la torre más alta y por el príncipe encantador que jurará amor eterno, ausencia de pecado y miradas furtivas a otras doncellas. Una idea pendeja que se heredó del Amor Cortés que nace en la literatura medieval y renacentista en la que se pondera al hombre como capaz, hábil y poderoso pero revestido de cortesía y galantería para no contrastar con lo incapaz, débil y sumisa que se verá la mujer a su lado. Mujer que el mundo jamás recorrerá como él en sus caballos, mujer que no sabrá de las otras tantas con las que contra dragones compite por comerse. Yo estudio literatura, sí señores, y de poesía amorosa puedo decirles mucho. No hay siquiera que perderse lejos en la historia. En Cien Sonetos de Amor de Pablo Neruda, se ve exactamente la misma mierda. Matilde es una inútil y no porque así lo sea, sino porque el amor que la dibuja la hace ver así, como una pendeja… Una de esas que gustan cuando callan porque están como ausentes, como que no viven, como que no importan. ¿Ustedes creen que al príncipe azul de los cuentos no le crece barba al amanecer? ¿Creen que no caga, que no le huele la boca a feo de vez en cuando? Si algo les puedo jurar, es que el príncipe de los cuentos conoce más coños que un ginecólogo. ¿O acaso creen uds que solo habrá una princesa que le abre las piernas cuando lo ve gallardo, galante e imponente en su caballo? ¿Creen uds que uno como hombre no goza momentáneamente de ser galardonado por ustedes con el hermoso trajecito? Sólo piénsenlo. Pintar al hombre como Príncipe no solo lo valoriza en lo personal, también lo sobrevalora frente a las demás. Lo hace más apetecible, más imposible, más ideal. Es como si uds mismas ayudaran a venderlo mejor, y lo logran. Hablemos de la realidad, hablemos de hoy, hablemos del siglo XXI y la liberación sexual en la que las relaciones sinceras poco empiezan a importar. ¿Qué mujer no sueña con bajar del pedestal a ese hombre divinizado para comérselo en silencio, quizá hasta mamárselo solo un ratico y luego ponerlo en su sitio, con su doncella ciega y celebrar una victoria aplaudiendo bajo la mesa? ¿Acaso no han visto cómo las demás las elogian por ese novio maravilloso y perfecto que tienen, o en su defecto son ustedes quien elogian a ese hombre ajeno en voz alta y en las noches se masturban en su ojalá no tan imposible nombre?

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Pero eso no es nada. Por el otro lado también estamos hechos, somos hombres que por la misma formación sociocultural, asumimos a las mujeres como un sinónimo de pecado. Al fin y al cabo fue Eva la que comió de la manzana y nos ofreció, ¿verdad?. Todo es una perfecta payasada porque como nos dejamos vestir de Príncipes asumimos aún más fuerte el rol de macho proveedor, protector y poderoso. Esto no puede ser otra cosa que el motivo por el cual nos asumimos en capacidad de perdonar las fallas de una mujer, aún cuando el dolor que estas causen pueda pasar por encima de nuestro amor propio, de nuestra integridad y, obviamente, de nuestra dignidad. Asumimos a la mujer como una constante pecadora, al tiempo que nos pontificamos como sujetos ideales dignos de cualquier medalla de honor al amor sincero y poderosamente compresivo. Pareciera que nunca hubiéramos comido de la manzana prohibida y solo estuviéramos acompañando a Eva en su sentencia, compadeciéndonos de ella y ayudándole a que su condición de culpa fuese más llevadera. Esto no es de ahora, es un comportamiento cultural e histórico, heredado casi que en los testículos de cada congénere. Y la vaina es que si lo miran a fondo, revela un secreto a voces que todos los hombres sabemos, pero que ninguno enfrenta. Es la mujer y solo la mujer la que tiene el poder. El machismo, el patriarcalismo, el poderío de los hombres es un acuerdo tácito en el que la hembra le autoriza y le concede ese uso de poder. Ella y solo ella puede afirmar o poner en duda la virilidad de su hombre y esto es todo un fenómeno social.

¿Conocen la historia de Rasputin en la época del Zar Nicolás II de la dinastía Romanov en Rusia?, ¿Han escuchado la canción Rasputin de Boney M? les sugiero que la pongan y aprendan un poco de historia con lo que les voy a contar. La familia Romanov de la película Anastasia realmente existió, pero en su historia hay algo particular que las películas de princesas jamás podrían explicar. Parte de su letra dice así:

There lived a certain man, in Russia long ago
He was big and strong, in his eyes a flaming glow
Most people looked at him with terror and with fear
But to Moscow chicks he was such a lovely dear
He could preach the Bible like a preacher
Full of ecstasy and fire
But he also was the kind of teacher
Women would desire

Ra ra rasputin
lover of the russian queen
there was a cat that really was gone
ra ra rasputin
russia’s greatest love machine
it was a shame how he carried on

He ruled the Russian land and never mind the Zar
But the kazachok he danced. really wunderbar
In all affairs of state he was the man to please
But he was real great when he had a girl to squeeze
For the Queen he was no wheeler dealer
Though she’d heard the things he’d done
She believed he was a holy healer
Who would heal her son

El museo de Sexualidad y Erotismo conserva en formol el miembro viril de Rasputin.

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Sí, tal como lo leen. En un tarro en algún rincón del mundo, está la verga del consejero del Zar de Rusia. Y no cualquier verga, ¡LA VERGA! Una vaina que en estado erecto podría medir más de treinta centímetros. ¿Y por qué es tan importante el pipí de Rasputín aquí? Pues porque explica a gran escala, a escala histórica y aristocrática, la verraca mañita de todo Adán al creerse en la facultad de perdonar y obviar la lascivia y el «pecado» de una mujer. Se dice que el mismo Zar Nicolás II solicitó a Rasputin la labor de satisfacer sexualmente a su esposa, la Zarina. El Zar no lo lograba, no se sabe si porque no lo sabía utilizar o porque definitivamente lo que tenía entre las piernas era un maní quemado. Y vaya que la presión tuvo que ser grande. ¿Se imaginan ser el monarca de un pueblo, el rey entre los hombres y correr con el miedo de ser desacreditado como varón frente a todos ante la incapacidad de complacer a una mujer en la cama, a su esposa?. Sí, el monarca era un hombre, pero bastaba la queja de una sola mujer para tumbar al piso su condición de género, su poder y convertirlo en el hazmereír.

El Zar «perdonó» el pecado de su Zarina, la compensaba con una verga ajena que la satisficiera y así evitaba el escándalo. Mantenía un delicado equilibrio que, tras bambalinas, suponía ser un Príncipe, un Hombre Ideal en todo sentido, cuidando de su libidinosa y pecadora doncella con la ayuda de un único y seguro amante capaz de retenerla (de formas placenteras) para que esta no buscara otros hombres, otras lascivias que lo desacreditaran a él más de lo que ya estaba. En este punto todos entenderán que aún cuando el patriarcado impone las leyes, todos y cada uno de los machos patricios de este mundo se rigen por una única y universal ley: complacer a su mujer. Quien no lo haga está en tela de juicio, y en tela de juicio ya no es un «hombre». No quiero decirlo para ponderarlo, pero en muchos casos pareciera que quien tiene la verga más grande es quien manda, por algo en el gremio militar quien más autoridad tiene es quien tiene el pecho más lleno de lanzas, de falos. Por eso el Príncipe Azul tiene fama, por eso nos funciona esa farsa. El Príncipe se deja vestir por una doncella y así mantiene el status quo, así se corona como el único y el perfecto de una sola mujer. Ojalá una virgen o sin mucho recorrido, ya que al no tener experiencia es más fácil de manipular. El hombre teme el juicio de la mujer fácil. Si una mujer ha estado con muchos hombres diferentes, puede juzgarlo a él, y por lo tanto, puede poner en riesgo su masculinidad. La mujer virgen no ha estado con nadie y el hombre junto a ella se siente seguro.

Recapitulando todo esto, entendí cómo el esposo de aquella mujer guapa que me pidió el cóctel aquella noche y los tipos con quienes hablé en el Gato Negro estaban por encima del bien y del mal en la situación. Entendí cómo se supieron quitar el traje de Príncipe Azul para beneficio propio y de sus relaciones. No se quisieron exponer a poner su masculinidad en tela de juicio, ya sea por no complacer o por enterrarse en la monotonía y de paso enterrar a sus mujeres en ella. Fueron un paso más adelante, abrazaron de la forma más madura sus perversiones y su libertad. Se pusieron en el papel del Zar, y no por tener la verga pequeña, sino porque entendieron que el placer que importaba en el mundo no era únicamente el del hombre. Valoraron la sinceridad y en pareja le apostaron a complacer a sus mujeres. La ganancia era enorme, una unión y complicidad irrompible; seguirían siendo el mejor amigo, el alcahueta, el amante y el mejor rey para sus reinas; ya ni la virilidad peligraba por ser cuestionada.

Apuntes finales

Luego de todo esto solo me resta decir que aquello que acaban de leer NO es una sugerencia, ni una orden, ni mucho menos un manual de instrucciones para entender y proceder en sus relaciones. No pongo mi opinión por encima de la de nadie y no postulo mi idea del amor como mejor o más prudente que otra. Esto no es ni un poquito de lo que siento y comprendo por Amor como la fuerza absoluta, como el verdadero dios. Aquí solo saco pedacitos de lo que soy, cositas que merecen ser contadas, sobre todo para dar a entender que como hombre no todo es tan sencillo. Nosotros también tenemos complejidades, también obedecemos a los devenires de la educación, de la sociedad y de la cultura en la que nos formamos. El tema del Príncipe Azul, para mi fue muy duro, aún lo es y aún trato de escapar de ese estigma de género que acecha por todos lados. Soy humano y me he equivocado. Lo que viví en esa relación me enseñó mucho y si me dieran a escoger, volvería a elegir esos siete años con todos los problemas que vinieron. Todo pasó porque así tenía que pasar y de ello aprendí, de eso soy hoy.

Soy un man de verdad, no soy un bicho de circo ni el tipo ideal. Estoy lleno de realidad y dilemas como cualquiera, y en este momento de mi vida apuesto por la sinceridad conmigo mismo, apuesto por la verdad. Amo con intensidad y creo en las relaciones duraderas, en la ternura, en los detalles, en las flores, en la incansable voluntad de enamorar a esa persona que te enloquece; no por ello dejo atrás mis perversiones, soy todo un hedonista empedernido, catador de coños confeso, me gusta hacerlo en lugares donde corra el riesgo de ser descubierto, a veces no quito los cucos, los estiro hacia un lado del culo porque en cuatro eso se ve rico y a veces los rompo, doy nalgadas y halo del cabello diciendo cosas sucias y morbosas, que también mezclo con miel y dulzura, que también dedico y sé envolver en cartas de amor y con chocolates. Disfruto de ver una sonrisa sincera que se corresponda con la mía, de un beso inocente como de uno mordido, de unas manos entrelazadas por la calle como de un apretón de nalgas y una estampida de hormonas. Soy un tipo que disfruta del sexo en su totalidad, no lo veo solo como el placer de la carne, sino como algo que trasciende, algo que merece ser vivido, reivindicado y gozado con cada respiro. Lo gozo tanto como una mujer. Sí, las mujeres también gozan de culear. Y me gusta que lo acepten… me gusta que se salgan del cuento de hadas. Me gusta que lo vivan y lo asuman con realidad, con fallos, con deseo y con divina humanidad. Ahí está el secreto; ahí no entra Príncipe alguno. En la honestidad que supone entregarse humanamente al otro, en virtudes y defectos está, a mi modo de ver, el néctar más puro de la vida y el saberla compartir.

La sincera aceptación de lo que el otro es, ha sido y ha dejado de ser; la vehemente voluntad no de persuadir, ni halar sino de mostrar siempre una oportunidad; el constante y consciente acto de reflejar tanto la virtud como la oscuridad del otro; darse como canal para aprender y superar los obstáculos a través de la complementariedad; el permitirse dudar, fallar y caer, pero al mismo tiempo abrazar, abrigar, ayudar a levantar y comprender; el descubrir la infinita y maravillosa libertad de Ser en soledad pero también de Ser en compañía; el enamorarse del otro a través del enamorarse de sí mismo; la divina danza del complemento y no del completar… Y la increíble lucidez que brota del corazón al entender que estas premisas no obedecen solo a la relación de dos almas que se aman, sino a las lluvias y las semillas, a la guerra y las enmiendas, a los sueños y a las estrellas mismas y su singular e increíble forma de relacionarse con la única vida que nos fue otorgada, es la más poderosa de las serendipias que encontré perdidas en la entropía.

Se nos dio una mente que controla, que lee, organiza e interpreta; una mente que mide, calcula y fabrica lenguajes, ideas y formas de asumir y expresar lo que nos rodea, a veces cayendo en el error de los dogmas y los absolutos. Pero la vida ha sido tan sabia que brindó al hombre un corazón capaz de escuchar músicas, llantos y alegrías; de ver sombras, miedos y fantasmas en los eternos ojos de niño de los seres humanos; de fabricar así mismo alegría, cura, compañía y fuerza de sanación; un corazón capaz de convertir la intuición en convicción… Y es que cuando algo nos alegra, tiembla el pecho, cuando algo nos duele, tiembla el pecho, cuando algo nos mueve los monólogos y nos rompe las máscaras, nos tiembla el pecho, cuando hacemos el amor y amamos la dicha de los ojos que miran nuestros besos, y llegamos al orgasmo y nos venimos, y sudamos, y gritamos, y abrazamos y agradecemos a la vida por ese otro ser que nos saca de lo terrenal… ¡Carajo, pues nos tiembla el pecho, el alma, el corazón y el mismísimo amor!

Ese es el secreto de la vida, el que no nos quiere nadie contar. La cabeza es una máquina de fabricar idioteces, nos ayuda a pensar, es una cámara de la vida y también es bueno tenerla sana, pero si no la conectamos con el corazón, de nada te sirve más que para peinarla. Es un proyector de películas que nos ahogan y nos embriagan a punta de Ego. El verdadero centro de entendimiento y Sensibilidad está en el corazón… acuérdense del Principito, él lo dijo hace mucho, pero como es un niño nadie lo toma enserio. No estoy en contra del amor ni de sus mieles, para nada. Que viva el idilio siempre, ojalá no muera nunca la fantasía ni la magia. Pero que viva nutrida de realidad, no de seres utópicos que envenenan el factor humano que nos hace siempre únicos. ¡Hay que pensar, sentir, vivir y hacer el amor con realidad siempre! Si no, ¿para qué? ¿Si dos cabezas piensan mejor que una, no creen que dos corazones también sienten mejor que uno?

Qué jarto aparentar, qué mamera no poder sacar un hijueputazo de vez en cuando, qué frustrante no poder mirar un buen culo aún cuando vayas cogido con el amor de tu vida por la calle. Nada de eso. Y no con esto insto a que las relaciones se vuelvan unas bacanales, solo espero que las saquen de lo que no son. Como raza, como especie y como fenómeno de vida somos increíbles, ¿Por qué sentir culpa del deseo y la atracción hacia otros? Considero mucho peor el reprimirse. Todos aquí somos animales y bajo el instinto nos regimos más de una vez al día; tanto se goza del sexo dulce y tierno como del salvaje y pervertido, lo disfrutamos todos, sin excepción de género. Abajo el Príncipe Azul, sáquenlo y pónganle cero. Abajo las mujeres que los buscan, abajo las y los incapaces, los que se ocultan en la hipocresía, los que se mienten a si mismos para manipular mejor, abajo esas máscaras perfectamente peinadas, de porcelana y sin una gota de sudor en la cara, abajo porque no son de verdad, porque no existen más que en el imaginario medieval, misógino y mojigato de lo más falso de la sociedad. Arriba la parcería de una pareja de enamorados, arriba las charlas filosóficas de sinceridad absurda postorgasmo, arriba la valentía en las confesiones cuando fallas, arriba las lágrimas de aceptación, tolerancia y perdón. Arriba esos valientes que entienden que el placer y la fantasía de una mujer también vale y que no se imponen como los dueños absolutos del orgasmo. Arriba todo aquel que tenga las güevas de parar en medio de un polvo porque siente que se va a venir pronto, porque quiere permitirse un disfrute equitativo, una fiesta sexual en la que los dos y no solo uno se acuesten a dormir exhaustos y enamorados. Arriba todo aquel que sepa agachar la cabeza y pedir perdón si en algún momento causó daño, arriba esos valientes que con humildad entienden que el amor jamás será un cristal perfecto. Arriba el amor que se exalte siempre desde el aprendizaje mutuo, el constante caminar juntos pero no revueltos. Que vivan las coincidencias y las ternuras que a la luz de la luna se vuelven pasiones de lujurias cómplices… Que viva el amor, el amor de verdad, el amor de la realidad.

Berekeké

Ha pasado casi un mes desde que la conocí y, aunque he planeado unas tres historias que tengo en borrador sobre ciertas de mis sórdidas experiencias, por alguna razón sentí que llegaría algo que arrasaría con todas y cada una de las letras que no fuesen dedicadas a Ella, o al menos a la magia sublime que estalló de la puntita de su nariz, o de sus nalgas redondas, o de su voz, aquella noche, en aquella tarima, de aquel teatro de su vida y la mía.

Si typear en un chat gastara tinta, juro que en el «acerca de mí» pondría algo así como «deudor moroso reportado en datacrédito por compras al por mayor de bolígrafos, marcadores y demás estilógrafos que suplieran las epopeyas enormes que supone quererle decir que me encanta a través de mil idiomas, canciones y señales». Sí, no paramos de hablar desde que respondió aquel mensaje que, atrevida y decididamente le envié. Como si tuviera todo el sentido del mundo, cada tema, cada palabra, cada anécdota compartida nos unió desde el comienzo; mañana, tarde y noche nos dedicábamos pedacitos de realidad y fantasía que poco a poco nos definían increíblemente en el otro, una vaina loca, inverosímil pero, repito, con una absurda e ineludible coherencia. Era la sintaxis axiomática de dos lenguas que se querían, que se buscaban para significarse entre sí.

Nuestros chats tienen una particularidad que decidimos bautizar como «paquetitos»; desde el primer día las ansias por saber del otro no se hacían esperar, preguntábamos mucho al mismo tiempo, muchos mensajes que, para no perder relevancia uno detrás de otro, eran contestados de forma individual con la opción «responder» en el WhatsApp. Fue así como a través de paquetitos nos dábamos turnos y tiempos prudentes para preguntar, responder y conocer del otro, permitiendo así una conversación que se prolongaba y se hacía cada vez más rica. Entretenernos en la conversación del otro se volvía una droga y ya se hacía necesario vernos.

Me invitó a un evento de canto improvisado, sería la primera vez que nos veríamos y, casualmente, la segunda participación del impro en nuestras vidas. Acepté cagado de susto. Qué pena sería que todos los presentes fueran súper duros en el tema, musicales, artísticos y yo ahí con el talento de un bolardo en un andén; sin embargo me motivaba mucho el plan, era algo nuevo, seducía mi sensibilidad musical y sobre todo mi curiosidad por Ella. Llegado el día me metí a la ducha casi una hora, no quería el más pequeño mugre, ni si quiera un pedacito de mal pensamiento colgando de algún cabello; fui a la barbería (y como había fila me compré un «paquete de papas de limón» que luego le daría como primer detallito tierno, un paquetito lleno de mensajes en papel que ella leería al llegar a casa, y esperé), volviendo al apartamento me traté de peinar como cinco veces y al final me resigné, tal parece que todos y cada uno de mis indómitos crespos estaban decididos a asomarse para verla ese día.

El punto de encuentro era la estación de Niza Calle 127, al rededor de las 5 de la tarde. Llegué, le escribí y mientras la esperaba leí un poco. Pasarían unos cinco minutos antes de darme cuenta, la tenía ya a dos metros de distancia, se detuvo el tiempo. Los sonidos se fueron, las gentes no caminaron más, el sol a casa no quería entrar. Converse negros, jeans verdes, una blusa blanca bajo una chaqueta de jean; una sonrisa perfecta logrando arrugar su naricita respingada y sus ojitos almendra, el cabello ondeando ligeramente por causa del viento que aún se estaba deteniendo… me miraba y yo, un poco aturdido, recién cerraba el libro, me quitaba las gafas y, queriendo decir «hola», fui sorprendido por un súbito abrazo. Ya no sabía si el tiempo seguía quieto o si habían pasado cien años a toda velocidad; la gente corría, los carros pitaban, la vida misma explotaba y nosotros allí, adheridos desde el corazón, las manos aferrándose al otro, los ojos cerrados y las sonrisas brillando. Fue el abrazo más estremecedor y lleno de amor que dos extraños supremamente conocidos se pudieron dar como saludo. Nuestro primer saludo.

Mientras llegamos a la estación de la 45, todo había fluido mucho mejor de lo que esperé. La conversación no tenía pausa, cada vez salía más por hablar; lastimosamente yo no paraba, parecía un loro mojado, sentía que tenía que adelantarle toda mi vida, se lo debía. Nos contamos de todo, sin reservas. Verla caminar a mi lado era toda una experiencia, su estatura, lo delgada y esbelta que era, verla de perfil y querer morderle su nariz, derretirme con su sonrisa, enloquecerme cada vez que jugaba con su cabello recogiéndolo, soltándolo, moviéndolo de lado a lado. Llegamos al sitio, nos sentamos a hablar. Un té, un agua, un banano y un snack vegano que me regaló eran lo que nos separaban mientras empezaba la sesión. Dos o tres abrazos nos sorprendieron durante la espera, parecíamos imanes, hasta que finalmente empezamos. Al entrar en la sala, Bettsy, la facilitadora me saludó, me dio la bienvenida, me explicó en qué consistía el grupo y conversamos un poco como para romper el hielo. Cinco personas componíamos el grupo, dos muchachos, la facilitadora, ella y yo.

El taller resultó ser una cosa increíble. En pocos minutos me di cuenta de que para cantar no hace falta la voz más melodiosa y afinada del mundo. Basta con descubrir el milagro del habla y producir sonidos, ya que en cualquier forma y por cualquier motivo, la voz resulta ser música pura. Por primera vez en mi vida me sentía incluido en ese fenómeno hermoso de la música. Siempre quise cantar, dejarme llevar y hasta hacerlo en público pero pensaba que lo importante era estar afinado, tener buena voz y sobre todo no desentonar con quien compartiera ese momento conmigo, así que al final como que me cohibía y prefería no hacerlo, ni siquiera intentarlo. Cantar te desinhibe, te llena, te construye y te reconstruye, y si compartes la experiencia, si mezclas sonidos, todo lo que allí se entrelace puede construir una orquesta de la nada…

Sin ahondar en más detalles, las actividades que hacíamos consistían en escuchar el ritmo, tratar de convertir los sonidos que recibes en sentimientos y en esos sentimientos engancharte y dejar salir más sonidos, jerigonzas, percusiones… dejarte ir con la música y de la música hacer música. También actuamos e improvisamos canto con histrionismo; al final hicimos una canción con palabras sueltas dedicadas a cinco o seis objetos tirados en el suelo y fue lo máximo, hasta canté en francés. En fin, lo que me importa aquí es contar el instante de magia que, irremediablemente enlazaría mi alma a la suya. Bettsy tocaba la guitarra y, por turnos, cada quién decidía cuando cantar, cuando fabricar sonidos y tejer la melodía del grupo. Sergio, uno de los dos chicos, tenía una voz de cantante de opera tremenda, recuerdo que en su momento, lo que sonaba de la guitarra, la voz grave y profunda, mezclada con palabras sin sentido pero con muchas Tes, Eses, Kas y Eres se me antojaban una historia japonesa en el lejano oeste. Cuando Ella cantaba todo parecía como estar en un barco pero también como en una rapsodia, era mecerse con las olas del mar, en calma y súbitamente presenciar una tormenta, ira, caos… que finalmente hallaban sosiego de nuevo. Su voz era una melodía divina, qué complicado fue decidir si me estaba dejando llevar por la música y lo que me contaba o por ella misma y la sensibilidad que me atraía; parecía que quería besarla mientras cantaba pero sin que ello implicara enmudecer su voz. Finalmente, era yo el último o el penúltimo, no recuerdo bien, estaba muerto de miedo pues todos habían tenido improvisaciones muy buenas, que al final parecían super elaboradas y artísticas, yo no quería hacer el oso.

Bettsy se ocupó en algo así que cedió la guitarra, ahora sería Ella en las cuerdas. Ya la había visto en sus videos cantando con guitarra y piano, era toda una maravilla apreciar eso mismo en vivo. Sabía que solo quedaba yo, tenía nervios así que cerré los ojos. Sus dedos empezaron a bailar en las cuerdas, los acordes brincaban y hacían figuritas de árboles y frutas, era algo selvático, algo con mucha paz y durante un eterno minuto en el que yo era consciente de que todos esperaban mi voz, la angustia y el miedo se esfumaron. Una jerigonza empezó a manar de mi voz y las primeras sílabas que con esfuerzo lograba armar parecían ir encajando cada vez mejor en cada nota, en cada compás, en cada pensamiento suyo que enviaba el siguiente tono a sus deditos bailando sobre los hilos de metal en la madera… «Eee rum be kummm… Eee rum be kummm… Eee rum be kummm… Eee kummm Kummm… Eee rum be kummm… Bere keke… Bere Keká». Absurda y mágicamente ese sin sentido de sílabas dieron paso a una melodía que se alimentaba de palmadas en los muslos y ligeros sonidos de los demás que iban acompañando todo aquello que salía de mi. Me sentí en un trance, me sostenía la música y no me dejaba caer, lo único que tenía que hacer era cantar. Selva, paz, percusión, frutas, silbidos, me latía el corazón, sentía que el miedo se iba, que cada vez la voz era más potente, más precisa, más libre. Todo duró unos cinco minutos o más, había una especie de climax en los tonos, en la música libre, en todo eso que se fabricó de sus manos y mi voz… y de repente la calma, la quietud. Gradualmente me fui despidiendo con silencio de aquel milagro inexplicable que acababa de urdir con mi voz, me sentía sorprendido musicalizando algo que no creí dentro de mí. Estuve cantando con la cabeza mirando hacia arriba, relajada en la nuca, así que me incorporé de nuevo casualmente ubicando mi cara como mirando la suya, abrí los ojos… y encontré su sonrisa brillando entre lágrimas. Se rió con inocencia, se enjugó las las gotitas con el dorso de la mano, dejó la guitarra a un lado y me abrazó, escondiendo su rostro en mi pecho. Sin verla sabía que cerraba los ojos y sonreía, me apretaba con fuerza y luego de la momentánea sorpresa la abracé también. En esa fracción de realidad lo entendí todo, nada había estado más claro… yo era suyo; luego de buscarnos en vidas ajenas, nos encontramos en ese abrazo musical al que pertenecíamos desde el tiempo y hasta el tiempo.

Hacía más de una hora había terminado el taller. Nuestra primera cita, sin haberla querido llamar cita, fue mucho más hermosa de lo que jamás creí. Todo cuanto sentí desde el momento que la vi en aquel teatro se confirmó. Su alma y mi alma se llamaban a gritos y poco a poco parecía que se empezaban a escuchar. Nos sentamos en un centro comercial a hablar de lo que sucedió. Ella decía que las pupilas en mis ojos cambiaban de tamaño de forma intermitente, solo nos mirábamos el uno al otro a poquitos centímetros de cualquier beso que aún en esas circunstancias no hacía falta. Habían complejidades que no lo permitían aún y que debían ser llevadas con cuidado para no lastimar a nadie. No me importaba, ninguno se había puesto a pedir permiso para entrar en este truco inefable del amor y la verdad, a mi me bastaba con saber que ella existía. Parecía que la estuve esperando toda la vida, mi corazón ya había puesto en marcha una vehemente e imparable artillería de detalles e ideas para llamar su atención y derretirla poco a poco… Por ahora quería disfrutar de ese día de abrazos. Eso era, fue nuestro día y noche de abrazos profundos, llenos de amor, encuentro y música. A pocos minutos de tomar un Uber rumbo a casa, enredados en uno más de nuestros abrazos, logré besar sus mejillas con un amor inexplicablemente sincero, disfrutamos de un silencio maravilloso en el que las palabras sobraban… y al final, pidiéndole que cerrara los ojos y que confiara en mí, sujeté su rostro entre mis manos y con la sutileza más pueril por fín le di un piquito en la puntita perfecta de su nariz.

Justo ahora se encuentra a cientos de kilómetros de mí, pero curiosamente más cerca que si estuviera acurrucada en mi pecho como en aquel abrazo musical. Se fue de viaje con su familia a recorrer la costa colombiana. Y aunque alcancé a despedirme regalándole algunas frutas para su viaje y pensando que no íbamos a hablar mucho durante estos días, me sorprendo cada día y cada noche de lo presentes que nos tenemos el uno al otro, disfrutando cada paisaje, cada anécdota, cada foto y canción que nos vamos compartiendo. Mi Spotify me la recuerda desde hace ya como 30 canciones y cada vez, como por casualidad, las listas aleatorias nos envían canciones que parece que gozan de la situación y nos recuerdan el uno al otro, nos cierran los ojos y nos ponen a cantar al mismo tiempo, en la distancia, tomados de la mano en locaciones que mezclan el frío y el calor, el pavimento y las luces con la arena y las estrellas. Hace dos días pasó algo que no me logro explicar y lo que siento es tan grande que tuve que escribirlo para sorprenderme cada vez más. A punto de dormir, nos despedíamos y se me ocurrió escribirle «Erumbekum Berekeke» en homenaje a esa primera noche musical nuestra, a ese algo cualquiera muy bonito que su guitarra logró en mi voz. Se despidió y pocos minutos después me escribió con urgencia. En una mezcla de sorpresa y emoción me preguntó si ya había escuchado «esa» canción. Confundido le respondí «¿cuál canción?». Acto seguido me envía un pantallazo de una búsqueda en google que repentinamente sublimó su curiosidad, en la imagen aparecía como texto de búsqueda «erumbekum» y en las respuestas que daba google aparecía una que decía «berekeká». ¡Boom! se me heló la sangre… no se trató solo de que buscara una de las palabras, sino que bastó con buscar una para que saliera la otra también. ¿Qué era esto?

Erumbekum Berekeké era parte de una canción titulada Berekeke de un cantante brasileño llamado Geraldo Azevedo, canción de la cual yo no tenía ni idea, jamás en mi vida la había escuchado, o por lo menos no tenía un referente o algo que uniera inmediatamente mi memoria a esa canción lo cual fue una sorpresa para mí. De inmediato le respondí que jamás la había escuchado, que era muy extraño y que no dejaba de parecerme absurdo. Busqué en mi Spotify y hasta en mi biblioteca de iTunes donde tengo absolutamente toda mi música y aunque confíe hallarla en la basta sección de géneros brasileños, no la encontré. Estaba en la sala de mi apartamento en un remolino de cosas que no tenían sentido… ¿Cómo carajos resulté vocalizando una jerigonza que terminó ser un renglón de una canción que ya existía y de la que yo no tenía idea?. Tengo dos opciones: la primera y más lógica puede argumentar que el inconsciente en algún momento de mi vida escuchó esa melodía y la guardó, la escondió en los vericuetos de mi memoria, y que de alguna manera, Ella, su guitarra, su música, toda la intensidad de lo que hemos venido viviendo y tanta magia supieron estimular con mucha pericia mi mente, casi como abriendo una caja fuerte con una precisa y bien conocida contraseña para lograr música más allá de la información o incluso del sentimiento. La otra opción que me queda parece una broma, un acertijo que me pone la vida por delante, parece salida de un cuento. La maravilla, la sorpresa y la coincidencia no dejan de abrumarme en un momento de mi Ser en que justamente el Coincidir es el más denso de los paradigmas. Esta segunda opción no tiene explicación lógica, de verdad no la tiene. Se me reveló al otro día cuando decidí investigar más a fondo sobre la canción, sobre Berekeké.

Empecemos con la letra, en tan solo un fragmento se siente que llueven meteoritos. No les quiero mentir, la noche anterior la despedida para irnos a dormir duró casi tres horas, hablamos hasta más de media noche. La escuché llorar de nuevo, la sorpresa de aquel episodio la había tocado hasta la última fibra y nos dejó en las nubes, nos agradecimos desde lo más profundo ese encontrarnos y hallar tanto misterio y amor de mil formas. No había deseado tanto estar junto a ella como ahora, quería ver su cara de sorpresa y confusión y la mía en el reflejo de sus ojos, quería cantarle a las estrellas mil cosas sin sentido, solo por tener la dicha de cantar de nuevo con Ella a mi lado como el tipo que cantaba en esa canción tan cierta y tan pertinente para los dos…

Erumbekum Berekekê

Há muitos sóis não te vejo
Muitas luas não te beijo
Tantas estrelas queimando
Nos mares do meu desejo
Seja fruta todo açúcar
E o amargor da realeza
Pelos ares semeando
Essa estranha natureza
 
………………………………………
Erumbekum Berekeké
Hace muchos soles que no te veo
Muchas lunas que no te beso
Tantas estrellas quemándose
En los mares de mi deseo
Sea fruta todo azúcar
Y el amargor de la realeza
Por los aires sembrando
Esa extraña naturaleza

«Hace muchos soles que no te veo, muchas lunas que no te beso» ¿No les parece salido de los cabellos? ¡Qué locura! ¿Por qué carajos la casualidad, o el amor, o la magia, o el destino me trae esa canción a través de su guitarra para verla llorar de alegría, sentir como me abraza y redescubrirme en ella así sin más, en un evento en el que improvisar es la pauta, en el que nada está preparado, ni destinado, ni dicho… ni cantado? No sé cómo explicar, ni siquiera sé bien qué escribir y casi que estoy tratando de transmitir la sensación de sorpresa y casualidad que sentí, pero sobre todo del sentido y la coherencia que todo esto parece tener. Desde que la vi por primera vez sentí justamente eso, que la conocía, que desde antes la amaba, que todo fue una excusa de la vida para encontrarnos y recordarnos. Aún así no quiero pensar que una de las dos opciones es más acertada que la otra, quizá son una mezcla indefinida pero hermosa en su totalidad. Quizá hay tanta lógica como magia en todo esto, puede ser que la vida me esté dando una lección para empezar a creer en esas cosas que no se experimentan con los cinco sentidos sino con algo más, algo que trasciende. Lo digo porque luego de ver la canción, quedé inquieto con el título, no tenía traducción, parecía de otro idioma, me incliné por una lengua africana relacionando la historia de los negros en el Brasil y la herencia cultural que tanto se refleja en su identidad musical hasta hoy. Busqué en internet en varias páginas hasta que logré dar con el primer fragmento.

«Erum bekum» proviene de lenguas bantúes y significa «nosotros somos». Hasta ahí ya tenía una ansiedad que me comía las uñas… ¡Somos qué! ¿qué es berekeke?. No encontré nada, absolutamente nada durante un buen rato. Hasta que di con una especie de diccionario de onomatopeyas de las lenguas orientales y africanas comparándolas con las onomatopeyas más comunes y estandarizadas de las lenguas europeas. Para los que no saben, una onomatopeya es la representación escrita, codificada en una lengua determinada, de un sonido. Por ejemplo la onomatopeya del ladrido de un perro en castellano es «Guau Guau» o la del maullido de un gato es «Miau Miau» mientras que en inglés son «Wouf Wouf» y «Meow Meow», respectivamente. Varía su escritura de acuerdo a la percepción de los hablantes y al uso gramatical que consideren adecuado para describir dicho sonido. En español se usa poco la W, razón por la cual no se contemplaría tanto el uso de esta para describir el ladrido o el maullido, nosotros somos más literales con los grafemas y los fonemas, decir «Uau uau» como que no pega ¿cierto?, así que preferimos cómodamente poner una G y dejarlo en Guau. En fin, ese fue el paréntesis ñoño lingüístico de mi episodio mágicoamorosodelmundomundial. El caso es que en las mismas lenguas bantúes africanas, existe una onomatopeya para el croar de las ranas y es, por una consonante, la misma palabra que estaba buscando: «Brekeke»

«¿Somos un croar de ranas?» Pffff ¿Qué mierdas es eso? pensé. No entendía nada y hasta ahí llegó mi consulta en internet. Sin embargo el sonido selvático, la letra, el río y el agua que se siente en la canción me dejó con dudas. Así que mi mente empezó a divagar en escenarios poéticos posibles. ¿Sabían que el graznido de un pato (el Quac) es un sonido que no produce eco y la ciencia no sabe por qué?, ¿Se han puesto a pensar que quizá con onomatopeyas se pueda dedicar un sentimiento poéticamente? Sólo piénsenlo «Te vi por primera vez y ¡Boom!», «Me enteré de tus engaños y por dentro todo se me rompió», seguramente en este último ejemplo lo que siente la gente es como si algo de cristal se rompiera e inevitablemente cuando el cristal se rompe hemos de sentir el sonido del mismo quebrándose, ¿verdad?. Sé que me estoy poniendo medio ñoño con esto, pero nada más imaginen que alguien les diga lo siguiente al terminar una relación: «en la inmensidad de mi corazón tú fuiste un graznido de pato, un Quac», no imagino que alguien lo haya dicho aún, pero si Fulanito entendiera que lo que Sutanita le quiso decir fue básicamente que él pasó por su vida sin resonar, sin dejar eco, pues como mínimo se tira a llorar. Así que con estas ideas estallando en mi mente me puse a buscar «Significado del canto de las ranas». Luego de un rato, encontré dos fuentes que se asemejaban a todo este fenómeno de casualidades, mientras más leía más me emocionaba. Una de las fuentes hablaba del significado del canto de las ranas en culturas asiáticas y africanas, justo lo que buscaba. En Africa el canto de la llana trae lluvia y con ello limpieza de la tierra. A las ranas las relacionan con las lágrimas y con la limpieza del alma que éstas causan también. La rana es metamorfosis, es un sinónimo de cambio. En Japón es un indicio de buenas nuevas, de prosperidad y la asocian con alegría y felicidad. Hasta el momento todo parecía fantasía de la bonita pero no hallé un argumento aún más fuerte que me hiciera poner los pies en la tierra. Sin embargo encontré un artículo, uno de bien cerquita, de aquí en Colombia. Un artículo de la revista Unimedios de la Universidad Nacional, hacía un estudio en el que se demostraba que el cantar de las ranas era vital para su supervivencia. Las ranas crecen en soledad, son solitarias y aunque pueden vivir cerca de muchas de sus semejantes por la proximidad al agua, se mantienen distantes.  Solo gracias a su canto se llaman, se llaman a distancias largas, se llaman entre muchas tantas y a veces por mucho tiempo. Solo cantando y escuchando se eligen, algo en su melodía las mueve y las hace encontrar a la correcta siempre.

Al final de todo esto, me dolía la cabeza y fue entonces cuando entendí que no podía irme por la opción más lógica o la más romántica, sencillamente ambas trabajaban de la mano para traer la más linda epifanía de amor vedada al conocimiento humano.  El corazón lo tenía como una licuadora llena de pepas de aguacate. «Erum bekum, brekeke» solo podía significar lo más hermoso que jamás descubrí con alguien. El parecido con todo lo que sucedía entre ella y yo, con la letra de la canción, con los sentimientos y la conexión que teníamos estaba lejos de cualquier comprensión. Cambio, metamorfosis… todo era tan evidente. ¿Cómo un tipo mujeriego y hedonista como yo, casi que huyendo del amor estaba ahora llorando de sorpresa por una casualidad salida de control que le daba sentido a todo su universo de la forma más sutil y hermosa?, ¿Cómo explicar que el gusto lascivo por esa mujer divina en aquella tarima tomó un rumbo totalmente distinto cuando escuchó su voz… cuando horas más tarde la escuchó cantar?. Era ella, solo podía ser ese el mensaje. «Erum bekum brekeke» significa «Somos un canto de rana»… Emebé es eso, mi ranita. Ella y yo somos un cántico de ranas dejando que la música sea nuestra verdad.

Luego de cantarle al libro de Benjamin Lesage, al reloj, a la moneda, al cuaderno y al paquete de chicharrones de soya en el suelo. Lo que quedó de la canción nos quemó con una fuerza enorme en el pecho. Solo había música y amor destilados en el aire. Cada uno se abrazó con el otro, abrazos sinceros… obviamente el abrazo de Ella y yo fue el más lindo, la levanté del suelo, la sacudí un poco, besé su cuello y le di las gracias. El mensaje que Bettsy dejó al final con respecto a la fructífera sesión musical quedará como la moraleja más sabia que he escuchado, el mensaje que precedería las maravillosas aventuras e historias que estaban por venir luego de esa noche insoslayable:

«De las cosas más absurdas y mágicas terminan saliendo las más coherentes, las más llenas de sentido»

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Emebé

Y sin proponérmelo, suponiendo todo bajo control mientras asistía en compañía a un plan de teatro, de repente todo pasó… un tren de casualidades que supieron improvisar la vida, mucho mejor que la presentación del elenco que estaba a punto de ver, me desordenan la realidad y la vuelven un ejército de olas que se sorprenden tanto como yo al contemplar el vaivén de mis luces y mis sombras como en un trance musical, como derritiendo chocolate en los labios del cosmos, como nadando en cada tono y nota de su voz… como aferradas a la puntita perfecta de su nariz.

No, no sabía nada de Impro. Suelo ir a teatro ocasionalmente pero jamás había asistido a una puesta en escena con improvisación, quizá hasta desconfiaba de algo hecho sobre la marcha (como muchos de mis trabajos en la U). Aún así Ana me decía que iba a ser genial, que me gustaría mucho, me contó también que ella había pertenecido al grupo, pero por motivos personales se salió y que, gracias a lo determinada y radical que era, no volvería. Se supone que era la oportunidad para conocernos y hablar mejor, la última vez había sido un poco tosca conmigo, y yo realmente solo quería conocerla; por sus fotos y algo de lo que escribía por ahí, encontré en ella una potencial y agradable tertulia.  Nos encontramos en el Centro Comercial al lado de mi casa, boletas en mano tomamos un bus hacia el teatro y, en medio de las burlas que me hacía por mi estatura y la forma en que me tocaba doblar el cuello para no pegarme con el techo o contorsionar las piernas tras el espaldar de enfrente al sentarme en estos buses que parece que pretenden llevar gnomos en lugar de personas, comenzamos a charlar el uno del otro; gustos en Netflix, hábitos, formas de ser, intereses y demás trivialidades, que además de todo parecían no coincidir mucho, mientras llegábamos al teatro.

La conversación había mejorado y vaya que tuvimos tiempo para adelantar detalles, el teatro está escondido detrás del Centro Comercial, de tal forma que nos alcanzamos a perder un poco; finalmente llegamos, nos sentamos en la segunda fila, bien al centro. Sugerí el lugar para tener buena vista del escenario y mientras todo empezaba, cambiamos un poco más de charla y hasta los lentes, como todo gafufito que quiere ver qué tal le van los del otro, como quienes se prestan un pedacito de personalidad. En pocos minutos salió el hombre encargado de presidir el evento, dio los respectivos agradecimientos y a continuación cedió la palabra al director del grupo de teatro que vendría a escena. Tenía unos lentes sofisticados, vestía de negro y ciertas vetas vinotinto en su atuendo, barba amanecida y su cabello iba en puntas, el man tendrá unos cincuenta pero se manda semejante estilo. Habló sobre lo que haría su grupo de improvisación teatral, dio una breve introducción, convidó al equipo a escena y los presentó.

Mi instinto no se hizo esperar, mi vista la acechó de inmediato. Blanca, estatura mediana, entre 1.58 y 1.65, no más de 52 Kg, delgada y del busito vinotinto largo que llevaba, en cortos y delicados movimientos que dibujaban su cuerpo entre los pliegues de la tela, me dejó adivinar unas nalgas firmes y redondas además de sus lindas y modestas 32B, coronadas parcialmente por los flecos de su cabello acaramelado. Digo instinto porque eso es, es un agudísimo radar que en segundos opera las matemáticas sexuales que jamás habría aprendido en trigo o en física. A veces me aterra pero bueno, prefiero usarlo a mi favor, estoy seguro que de esos mismos radares también se usan cuando nos ven ellas a nosotros. En resumidas cuentas, a mis hormonas, al sudor incipiente en la parte baja del cuello y a mi saliva, llamó particularmente la atención…

Minutos después, para amenizar un poco y dar a entender al público de qué se trataba la improvisación en escena, solicitaron voluntarios para juegos de rompehielo. La primera en pasar fue una chica alta y acuerpada, el director siguió pidiendo gente y Ana me motivó a participar. Levanté la mano y me pidieron subir también. Me hice al lado de Bibiana, la chica que subió primero y, luego de escuchar las instrucciones de juego además de verla jugar a ella en primer lugar, tuve mi turno. Me preguntaron a quién quería retar de los cinco chicos del equipo y no lo dudé un segundo, la quería a ella…  Supe en ese preciso instante que la buscaría después, ya a menos de un metro de distancia me parecía exponencialmente más linda, su blancura no era tanta, hasta se me antojaba tibia su piel, sus ojos de cejas pobladas, su nariz perfectamente respingada, labios delgados y de un rojo vivo, húmedo. Todo, absolutamente todo empezaba a competir con la primera y más carnal descripción que le di. Su cabello ya no era de caramelo; las luces de la tarima lo bañaban con algo tenue y ligeramente cálido, parecía que le crecían hilos de miel de la cabeza. Comparada conmigo se veía frágil, liviana, podría romperla de un abrazo si quisiera, era un dibujo perfecto de delicadeza y hermosura adosados de una curiosa viveza en sus ojos. Y luego su voz…. ¡Pum! ¡Jueputa, su voz!

Me presenté como Felipe, traductor y profesor. Se supone que tendríamos que pasarnos la pelota diciendo palabras que empezaran por V; Vida, Verdad, Velocidad, Veloz, Vísceras, Vasco, Vidrio, Vitrina… y perdí, profesor de lenguas y todo, pero perdí. Perdí sin haber dicho lo más lindo y oportuno en esa burbuja de tiempo, ¡Voz!, ¡Vos!, ¡Carajo, vos y tu hermosa voz!.  Me bajé del escenario y volví a mi silla aún con sus sonidos casi que tatuados en la piel, conservaba todavía su balance grave y delicado; una voz de mujer vivaracha, risueña, con un lengüisopeo pueril y consentido me cantaba a dos centímetros de la nuca. Ya me era imposible no querer saber más de ella.

La función terminó, seguida de una adaptación de Antigona que disfruté mucho y a continuación todo empezó a sucederse de formas precisas. Nos fuimos de la sala y, antes de salir rumbo a casa, Ana dijo que esperaba a una amiga, que quizá ya se había ido, que la necesitaba y no respondía… Y de repente llegó, llegó su voz, y con ella su victoria de la V, y con la victoria su sonrisa, y con la sonrisa sus labios, y con sus labios el lengüisopeo, y con ello la miel de sus cabellos, y con ellos su nariz respingada, y con la nariz sus nalgas redondas, y con ellas mi recién despierta líbido, y con ella la primera mirada que le dediqué, y con ella el haberme sentado adelante, y con eso la invitación y al final, todo aquello que con ella, dueña de cada último pensamiento y del anterior antes de éste, se volvía un pequeño rompecabezas que devenía en una ínfima pero especial casualidad… solo pude decidir, con la convicción más grande, que irrevocable y definitivamente la buscaría, pero después. Así que la ignoré, la saludé escuetamente, me alejé y las dejé hablar tranquilas; al final se despidió con un beso en la mejilla y una sonrisa.

Parece un chiste, aún no sé si el peor o el mejor chiste de todos. La paradoja me golpea de lleno en la cara, me estrella con fuerza titánica, meteórica, hecatómbica… toneladas de presión por centímetro cuadrado me aplastan de repente en un dolor que no duele, en un llanto que no llora, en una ansiedad mezclada con vuelos de mariposa que me hacen deliciosas cosquillas en algún vacío bien adentro. Se supone que estas cosas no deben pasar, se supone que siempre tengo el control de la situación y soy tan claro como contundente; se supone que con haberla cazado como con olfato de lobo, nada iría mas allá de las ganas de atrapar su lengua, su piel, su calor y su humedad. Mil maneras de robar, de crear y hasta de atraer besos aprendí ya con el tiempo, y con estos las caricias, y luego el estertor de las almas, y los gemidos, y las mordidas, y las sábanas que se desgarran y escurren… Sólo después de eso me interesa conocer a alguien, a su charla profunda y a las tertulias de sinceridad absoluta que solo nacen después de las explosiones líquidas y el hervor de la carne.  Mi sistema es casi infalible. «Casi» porque hasta hace poco menos de una semana presentó una falla que no contemplé posible. Pareciera que finalmente mis demonios más inquietos, como niños en una cocina, bajo riesgo de caídas, chichones y raspones, lograron trepar las alturas y alcanzar el tarro de los dulces y la calma que desde hace tanto anhelaban.

Sí, la busqué, stalkeé el grupo en el que actúa y facilito me gané una serendipia, ¡efectivamente canta!, los ángeles le hacen coro a los gestos sublimes y las notas que pesca con guitarras, pianos y paisajes que acompañan sus melodías.  Insistí como cinco veces y, al final, luego de ver que por alguna razón mis invitaciones no llegaban o eran rechazadas, me decidí por un mensaje. Lo respondió. De repente estoy escarbando en lo más profundo de mí, desempolvando un lenguaje que creí muerto por exceso de azúcar, 31644618495_a4130b42a0_ztrascendencia y hasta ternuras codificadas en la inocencia más cursi, la curiosidad de niño y la facilidad de asombro por la vida. Jamás una completa extraña me había parecido tan familiar, siento que la conozco desde hace dos o más vidas, descubrí que fuimos átomos hermanos en el día en que la Nada y el Todo comenzaron a ser; la música, la magia, la forma en que nos regalamos coincidencias y casualidades… todo esto es inverosímil, absurdo. Le confesé mis sombras, la enteré de lo terrible que soy, me abrí sincero y no dejo de contemplar la posibilidad de que ella y yo ya nos hayamos amado desde mucho antes del tiempo, siento que solo faltaba vernos para confirmar un sentimiento que había estado sellado en los conjuros del mismísimo secreto de la vida. Me encanta, me seduce, me embruja con su alma musical. ¿Robarme su boca para no devolverla?, ¿fusionarme en su sudor y destilar viajes como la miel más liquida en su cuerpo?, ¿descifrar todos los misterios del universo en ese espacio sagrado que comprende mi lengua y su entrepierna? A todo sólo me puedo responder que sí, pero primero la quiero amar, amarla en el sentido más puro y sensato, en el más vacío de pretensiones, amarla y amarme a mí a través de ella, amarla mil veces, y escribirla, y presenciar millones de veces cómo se destruyen y se reconstruyen los mundos mientras calculo la edad de nuestras almas.

La voz, la música, la calma, los pasos y los ojos que escriben su caminar por el mundo, el fluido existir, la delicada belleza que viste, la espontaneidad y gratitud con la vida que la eligió en este ahora y en este donde… todo, absolutamente todo este paquetito pacífico e inofensivo, sin la más mínima gota de la perversión que suelo destilar yo mismo, me excita en remolinos de paz y voluntad irascibles. Le quiero dedicar canciones, caricias con calor del sol, besos con arrullos de luna; y letras, todas las letras habidas y las que no me he inventado aún… A su alma le dedico la mía, mis armonías y temores; lo mejor y lo peor de mí.

Esperé a que, con la mano, el director la señalara y así saber su apellido, luego de los agradecimientos previos a bajar del escenario. Y, a pesar de mi envidiable memoria, no recuerdo ni la mínima parte del nombre de sus compañeros, todos mis sentidos la acechaban como un huracán. La mano apuntó a su cabeza e inspiró una corta venia de salutación…

… «MB».

Práxis, Sexis… Profundidad y Abertura

Algún día, en vísperas de una larga temporada en Buenos Aires, con la diestra, la siniestra y mi ojo más astigmático solteros, me fui para el Sanandresito de la 38, con sus carros tan muy mal parqueados, la polución densa que se amasa con las manos, la muchedumbre y su ruido caótico pertinaz. Allá la conocí. No es el sitio más romántico, ni el más fiel para muchos, pero allá la encontré. Yo sabía a lo que iba, algunas cosas sabia de antemano, chismes que se leen por ahí y que le cuentan a uno, sobre todo cuando estás buscando pareja y te interesas precisamente por alguien de buena familia y que no te hará pasar desapercibido. Una de esas que hace que abran los ojos en las calles y te hablen de repente como porque creen que con tenerla en las manos tienes mucho para contar… Y bueno, la vi, me le acerqué y me encantó. Me sudaron las manos, las mismas con las que, en cuanto pude, la agarré por las curvas y la apreté mientras mirábamos como conectados, ambos hacia la misma dirección. Todo estaba dicho, o bueno, no todo… no nos presentamos oficialmente, yo no le pregunté nada porque igual ya me sabía su nombre.

No me he leído el manual, tampoco he tomado cursos, ni taller, ni teoría. No es un elogio egocéntrico, quizá realmente debería tomar un poco en serio lo que tienen que decir los que algún día no tuvieron quién les dijera y ahora dicen… Pero es que la vaina con Nikita, es otro asunto. Lo de nosotros dos es la práctica, la manoseada, tanta teoría nos es soporífera aún cuando en mi mochila no falta nunca algo para leer. La vaina es netamente praxis y sexis, me sudan las manos y hasta se me llorosean los ojos cuando el esfuerzo exige. Por ejemplo, cuando estamos a oscuras y los objetivos a pesar de obvios, son furtivos y requieren de quietud y silencio; o incluso cuando vemos la oportunidad en la calle, en el carro, en una esquina por ahí y nos toca echarnos un rápidin sin importar tanto la profundidad ni la abertura.

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Nikita es una réflex semiprofesional, una Nikon D5100 de la que apenas me sabía el nombre y la cantidad de pixeles que ofrecía (cuando pensaba que lo importante de una cámara eran los pixeles) y que, a pesar de las básicas nociones que tenía de ella, me enamoró absurdamente de lafotografía. Soy estudiante de Lenguas y Literatura, por ende el diafragma de mi vida mide qué tanto dejo entrar en mi mente y en mis venas de las letras que me como por ahí, y la obturación va más con la velocidad con la que las leo y qué tanto provecho tuve antes de que la tapa trasera del libro haga como un click que, aveces, también disparo con el índice de la diestra.

Me aventuré a conseguir una cámara de nombre y familia conspicua que me asegurara buenas fotos sin saber antes qué significaba una buena foto, cosa que con eltiempo fui descubriendo, dándome cuenta de que no es tanto la marca lo que te asegura una buena toma, sino más bien lo bizarra y alongada que pueda estar tu cabeza para aprovechar una señal de transito o un pedazo de papel en el andén. Y a pesar de que, sin restarle mérito a otras marcas, mi primera compañera fue una Nikon, he ido aprendiendo de la excelente herramienta que es y de cómo se muestra como una extensión onírica de mi mente en la vigilia.

Ni idea tenía acerca de los diafragmas y las velocidades de obturación, simplemente le cacharreaba como se le cacharrea a la vida apenas abrimos los ojos por la mañana. De cierta forma, salir a “hacer” fotos se volvía como un ritual, como una privada y deliciosa meditación con las mentiras que el mundo le daba de comer a mis ojos y las verdades que podía fabricar con los diales y los focos de la cámara. A Nikita me la llevé a la nieve, a la brisa salada y a las lluvias ignominiosas de un invierno austral y, tanto como en cada esquina del barrio, me proponía los retos y las ecuaciones que nunca solucioné en las clases de matemáticas en el colegio.

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Oda a la luna, Planetario, Ciudad de Buenos Aires

Fallar y volver a intentarlo se vuelve una rutina que se me antoja como una de las tantas buenas metáforas de la vida. Buscar el brillo exacto, el contraste ideal, que no se te desenfoque, que no se te muevan las manos cuando el único trípode que tienes son los codos contra la panza… son tantos los momentos que ponen a prueba lo perfeccionista y estético que uno no sabe que es hasta que se descubre queriendo sorprender con colores, texturas y perspectivas, no tanto a los demás como a uno mismo. Querer capturar no la sonrisa sino la risa, no el llanto sino la tristeza, no las flores sino la primavera entera, es lo que te dice que entre tu cámara y tú la cosa ya es una vaina que va más allá de las vísceras.

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Caminito, Barrio La Boca, Ciudad de Buenos Aires

La fotografía para mí es como echarle el pan desmenuzado al chocolate en plato hondo y tomármelo como si fuera una sopa, como volverme loco en cuanto charco hondo encuentro para tirarme al agua y nadar… es algo que es y ya. Algo que está y que se vuelve parte de la adjetivación que se tenga de mí. Hay mucho que aprovecho, mucho que aprendo del entorno, de mi cámara y de los que saben de verdad. Me gustaría tener la oportunidad de meterme en el cuento de la teoría y la historia, siento algo muy bonito cuando veo una análoga y el grano con el que salen las fotos.

Puede decirse que fotografiar hoy en día ya es muy común, pues es muy inmediata la instrucción y muchos dejan que la cámara en automático piense por ellos. Ya no son esos tiempos en que fotógrafos eran muy pocos y serlo daba cierto caché, cierta atribución “casual” de que el fotógrafo sabe ver y sabe cómo quieren ver los demás, aún cuando no saben con claridad el qué.

El fotógrafo era, en efecto, el retratista del tiempo y el espacio. Fueron precisamente los fotógrafos los que supieron dejar la cantidad de luz exacta y atraparla en el momento adecuado, ni más ni menos, para retener la información que es, fue y será menester en la posteridad para hablar de historia y de cultura. Hoy no, la cosa es más breve (me incluyo) cuando no le damos relevancia a cinco o más fotos tomadas de la misma cosa, hoy no tenemos rollo y al no tener rollo, no tenemos la expectativa, la curiosidad, el asombro ni la sorpresa que antaño retumbaban en la sinápsis del poseedor del susodicho aparato.

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Fuente de la suerte, Jardín Japonés, Ciudad de Buenos Aires

El caché que hoy da una cámara te vincula con arquetipos consumistas como los que van esculpiendo pérfidamente todo lo que nos rodea. Ser fotógrafo hoy es un sex-appeal, es un punto a favor con las nenas, es un regodeo, un sinónimo de ser interesante que, sin embargo, no se yuxtapone al estereotipo social e intelectual que hereda de los clásicos. Con lo anterior, me meto en campo minado por amateur, hago referencia más al hecho de tener un dispositivo fotográfico que a la vocación como tal, pues es fácil, es mercancía que cada vez la comemos casi que al desayuno como el pan. No con esto quiero decir que quienes usamos una cámara digital perdamos mérito, pero bueno, por ahí dicen que todo tiempo pasado fue mejor. Asumo la suposición de que los que supieron y les dijeron a los que ahora saben, siguen siendo dignos de apología.

Con las digitales, por someras y rústicas que alcancen a ser, comparando las cámaras digitales modernas, con las que empezaron a salir hace ya unos diez años, sigue siendo evidente que el yugo al rollo y a el esmero por sacar la foto del estadio se ha ido perdiendo, pues es cuestión de borrar y tomar de nuevo, no una sino en ráfaga, pues hago énfasis en que ya no es rollo sino «Gigas».

En cambio en esas análogas todo es una sorpresa… he visto que la gente se tira los rollos enteros sin conseguir la foto que quieren, no tienen un objetivo con reductor de vibración y autoenfoque que les salve el momento. A esos sí me les quito el sombrero, ellos sí tienen el ISO, el acervo y todos los juguetes bien metidos en la retina, juegan con velocidades limitadas y las condiciones que determinan qué tan buena queda la foto se miden en si se arriesgan a tomarla como sea que se les presente la foto o si la dejan pasar sin más.

Tirar fotos, para mí es un ritual, un orgasmo, un compromiso y una forma de ver la vida, sólo que con la posibilidad de capturar la vida misma y de ponerle uno y otro objetivo. Es ese algo que te hace querer fabricar memorias e ilusiones sin importar lo verosímiles o falsas que sean. Es tener el poder de manipular la realidad con los ojos y atrapar el amasijo logrado con un solo click, ya sea en un paisaje, en una obturación lenta desde el puente y con los autos a toda por las calles, al ojo de una rana o a un par de tetas sedientas de photoshop; es jugar más que con la luz, con lo que tú entiendes por luz, lo que ilumina los ojos y la mente de quien va a ver tu trabajo. Fotografía es un juego de seducción entre la cinética y la información que me rodea, en donde yo soy el celestino que le dice a este y le dice a esta cómo dar y cómo quitar, el que los casa, el que los engaña, los excita y los apaga según pinte la luz de por ahí. Yo hago fotografías por amor a la vida, para que después la vida las haga por amor a mí.

Yo por ahora sigo con mi Nikita, ya a esta hora que termino de escribir no pienso tan rápido, más bien me quedo quieto porque con 1/15 el esfuerzo de codos y panza es fuerte, pero eso sí, el resultado, con un diafragma abierto y un poco de holgura mental, generalmente es fenomenal; y pues la verdad no es que me guste mucho el flash.

No es muy técnico lo que les acabo de compartir, rigor profesional no tiene, yo soy un vil saltimbanqui de diccionarios y vigorosa literatura, pero procuré, junto a Nikita, enfocar con los 9 puntos con los que vemos, mientras llegamos a consensos y me permite una legal infidelidad en el futuro. Por ahora, si no se encuentra algo muy lúcido en este mamotreto… súbanle al ISO un poquito que ya es de noche.

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La Macarena vista desde la Torre Colpatria, Bogotá, Colombia.

Acerca de mí

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Modelo 93, me llamo Carlos Felipe Bravo Hernández, pero por alguna extraña razón Carlos no soy yo. Y aunque en el colegio hasta los profesores me la montaban con chistes maricas por mi apellido (que me provocaba darles una patada en los dientes y callarlos llenándoles el pico con marcadores y papel), yo de bravo no tengo un pelo, soy un amor. Sencillamente llámeme Felipe o Pipe y todo irá bien. Básicamente, y como sale en las demás redes sociales, les puedo decir que soy «Profesor de lenguas, creyente en el Amor, soñador, nadador, fotógrafo, escritor, viajero saltimbanqui, políticamente incorrecto, hedonista empedernido y hermanito mayor», que hablo fluidamente inglés, francés, italiano y portugués, trabajo como traductor y ocasionalmente soy guía turístico. Paradójicamente me aburre la academia pero no lo académico, razón por la cual siempre encuentro un pretexto para escapar a otras realidades, ya sea con mis diarios o con Nikita. Vivo absurdamente enamorado de mi hermanita menor y gracias a eso alimento la idea de algún día ser un gran padre. No obstante también se dice mucho más por ahí, cosas que, en últimas, por venir de quienes juegan a espectadores de mi vida, me interlocutan y demás, terminan por perfilarme en el voz a voz de otros tantos.

Dicen que soy encantador, dulce, tierno y que tengo un perfil de novio que no se me quita ni con Thinner; para muchos soy un osito peludo y barbudo como el que pinta Mariana, mi hermana. Y la verdad es que sí, el Amor más puro corre por mis venas, crecí en una familia muy grande y muy unida, con valores, cariño, mucha comida y chancleta cuando era necesario. Mi espectro musical es excelso, soy un melómano ecléctico y sabueso geográfico de la salsa, en mi biblioteca musical cantan desde Pastor López, José José y Julio Jaramillo hasta Jorge Drexler, Maluma y Calvin Harris, y cuando no, pues canto con mamá y con Mariana. Soy muy coqueto, me viene en la sangre, pesco sonrisas y rubor en las mejillas como hobbie. Soy la mejor versión de mí mismo cuando Amo de verdad, cuando me saben domesticar. Alguien me dijo que soy un jovencito con un alma vieja, dijo también que mis paradigmas son complejos pero irrazonablemente sensatos. Tiendo a parecer un turrón de azúcar a los ojos del mundo y la verdad es que me gusta que sea así, doy lo mejor de mí para saborear lo mejor de los demás, cautivo con chistes y pico el ojo siempre en el momento justo…

Porque también dicen que soy terrible, que soy parlero, que las enredo y me las como por deporte como si fuera un juego. Eso es parcialmente cierto, como buen úrsido las devoro cual si sudasen miel, sí señores, me gustan las mujeres y me gustan mucho. Dirán por lo tanto que soy un sátiro y que transpiro tanto cinismo como hedonismo pero la verdad es que no juego con nadie, quien así lo diga habla a mis espaldas y si habla a mis espaldas es porque voy por delante. Juego a ser sincero, directo y sin pelos en la lengua; la vida se vive o no se vive, las cosas se dicen o no se dicen. De nada me arrepiento, vivo la vida al compás del Carpe Diem. Hago y deshago como me place; viajo, me escapo, dedico y recibo, tindereo, colecciono tertulias postorgasmo, me exorcizo con el techno de vez en cuando y no por eso dejo de disfrutar músicas, literaturas y demás quehaceres conspicuos. Amé con el alma pero también fui infiel. Como no tengo un credo ni voy a ninguna iglesia pues a nadie le debo. Mi vida se engrandece con mi camino, con quienes en él me enseñan, me aportan y me comparten; con mis errores, con las veces que es prudente agachar la cabeza y con lo que aprendo. Solo he amado una vez en la vida, de esos amores viscerales. No soy un príncipe azul, ni quiero serlo.

Digo de mi mismo que ese soy yo, tan humano, tan divino, tan maldito… vengo a contarle de las epifanías y las serendipias que embellecen mi vida, pero cuidado, no me juzgue ni me encasille, que de colores definidos tampoco soy. En mis verborreas encontrará también mil demonios indómitos que ud no querrá conocer y que yo no le he querido presentar. A mis menesteres y a mis letras sea ud bienvenido para las ulteriores cosas que de mí serán dichas.