COVID Fiction

Me quedé viendo a Rider, su pelo largo que le tapa los ojos y que lo hace ver como un trapero grande y de cuatro patas, me fijé en su gran tamaño sin dejar de preguntarme qué función, qué tarea específica cumplían los ejemplares de su raza, así grandotes, nobles, en extremo hirsutos y perezosos. Y luego recordé a los bulldogs, esos perros fornidos, tallados en músculo, con pectorales y gesto agresivo muy parecidos a Spike, ese can ceniza que caminaba con las patas encorvadas como si se tratase de puños cerrados, ufanando su fuerza y su collar de púas antes de darle en la jeta al gato, en las aventuras de Tom y Jerry. Qué triste fue pensar en esas fotos a blanco y negro que se encuentran en internet cuando googleas la raza… triste pensar que ese perro bravucón que un día fue famoso por reducir toros de lidia en equipo con tres o cuatro ejemplares más, nada tenía que ver con los representantes de la raza tan inútiles de hoy, tan enfermos, tan deformados y relegados al humillante destino de engordar y roncar.

Fue muy creepy pensar que algún día a alguien se le ocurrió que ese perro arrugado, macancán y fuerte podría ser una mascota de compañía sin otra virtud que dormir y así lo condicionarían, cruzándolo con otras razas, modificándolo de tal forma que el perro deviniese en un producto a la medida del consumidor; al igual que un pitbull o un bull terrier o un yorkshire o un pug, perros hechos bajo parámetros de utilidad y mercado que distorsionan lo natural. Fue creepy imaginar al hombre creando razas y especies en ese delirio darwiniano; y luego alejarme, logrando la big picture, dándome cuenta de que al final el factor útil y cosificable no aplicaba solo a las mascotas sino a los cosméticos, a la tecnología, a la comida, a las bebidas, a los medicamentos… y a las enfermedades.

Desde las cremas y tratamientos que te esclavizan del canon de belleza y te hacen ir en contra de la vejez, el software y las aplicaciones elaboradas con los algoritmos más invasivos para que el tiempo libre y los horizontes y los paisajes dejen de existir por estar amarrados a una pantalla, los alimentos procesados o llenos de aditivos, fármacos que operan y condicionan nuestro cuerpo y nuestro comportamiento hacia funciones específicas, hacia labores específicas, hacia intereses específicos; las adicciones a los azúcares, a los miles de azúcares que convergen en la masa creciente de niños y adultos cada vez más obesos, más adormecidos, más hibernantes en una sociedad prefabricada… Hasta esas enfermedades que se guardan en laboratorios, que se contienen y controlan. Viruses domesticados como el ébola y enfermedades erradicadas como la viruela… agentes tóxicos capaces de matar en diversas velocidades, pócimas de enfermedad y destrucción, químicos ininteligibles como el glifosato que llueve de una avioneta para quemar cultivos pero que también envenenan el agua, que también deforman bebés en los vientres…

El diseño de lo microscópico logró expresar su arquitectura en el espectro social mientras solo unos pocos juegan a ser dios. La eficacia, la productividad, las potenciales y muy momentáneas virtudes del ser humano para ser miembros activos del sistema es día tras día más incisiva, cada día más cruda. De la nada nos sabemos participantes de una carrera en la cual no distinguimos al contrincante; no podemos decir si es la muerte, el capital o la verdad. Y el asunto es que son muy pocos los que llegan al final bien librados, de hecho son muy pocos los que al menos pueden correr. La desigualdad hoy trasciende la biología y la psique del ser humano.

La injusticia se hace tangible cuando la expectativa de vida no cumple con los requisitos del banco para solicitar un préstamo, o cuando la edad determina qué tan oportuno es salvarte la vida con medicamentos costosos que parecieran creados para venderse y no para salvar vidas. El dolor aún no duele cuando no nos llamamos ancianos ni abuelos. El dolor aún no duele cuando nuestros seres queridos tienen roles definidos, cuando la deuda ve en ellos un nicho de reproducción, cuando la intimidad se puede monetizar y la información cuesta tan poco como las balas. El dolor ni siquiera nos lo venden, nos lo obligan a cucharadas asfixiantes de vida, de progreso y avance, pues nos dan todo, nos enseñan a poderlo todo, nos enseñan a ser críticos, a creer que nos emancipamos, nos enseñan la autonomía y el libre albedrío, nos enseñan lo mucho que valemos fuertes y joviales para que nos pueda y nos sepa doler después de no serlo. Para que la existencia nos ahogue en lágrimas de frustración por lo que un día fuimos y lo poco que seremos, la nada para el otro, la nada para sí mismo. La vida duele por el simple hecho de pasar corriendo, sobreviviendo y aferrándose al alguien mientras la gravedad te sume en el nadie, en el ninguno.

El gran andamiaje parece que truena, que chilla, las bisagras hacen de su fricción un tormento que lastimosamente no anuncia la inminente caída sino todo lo contrario, es una carcajada la hijueputa, riéndose bien cerca de nuestra cara, con aguaceros de saliva chasqueada y escupida que nos recuerdan lo cercano, gigante y universal del mensaje: de que la vida sí tiene precio, de que la vida puede tintinear con sonidos metálicos en un bolsillo. Aún cuando a diario nos dicen lo contrario, nos lo enseñan en un acto de solemne altruismo, casi que revolucionario, pretendiendo vedar la única y más sincera verdad, ese secreto a voces de que arriba de todo, en ese grupo de muy pocos, en el pequeñísimo oasis de poder y privilegio, algún viejo sabio duerme a sus hijos con historias fantásticas de tiempos que no conocen, en tierras no imaginadas y con personajes llamados Cambio, Izquierda, Esperanza e Igualdad. Ficciones escritas por ellos mismos que luego les limpian la inmundicia del culo, ficciones que nos dosifican a diario, de mil formas y que nosotros llamaremos humilidemente «historia».

Imagen tomada de https://www.riskandresiliencehub.com/preparing-for-covid19-is-like-preparing-for-zombie-apocalypse/

¿Cómo mierdas no encaja un virus así en esta realidad?, ¿Cómo mierdas si fuimos capaces de modificar un perro para una vieja menopáusica y perfumada no vamos a poder fabricar una enfermedad tan específica?, ¿De verdad habrá sido una sopa de murciélago?. ¿Cómo hijueputas saber decidir entre tantas verdades que parecen de celofán?. Si es que el mundo está lleno de gente, si es que los pobres se reproducen como ratones, si es que la educación no alcanza para tantos y siendo así mucho menos la comida. Cada vez hay menos hielo y los osos polares ya comen basura en los países del norte. Día tras día hay más denuncias contra empresas que se siguen tirando el ambiente y no pasa nada, contra esos del oasis del poder y el privilegio nunca pasa nada. Pareciera que la dispersión de un virus fuese más barata, más práctica y más pragmática. Sus economías privilegiadas seguirían en cabeza, la necesidad de consumo y de sobrevivir serviría para agrandar la brecha que cerca a unos pocos y que al resto los tira por el abismo.

Recuerdo novelas y mundos paralelos en los que a los hombres se les crea en laboratorios, fecundados a temperaturas distintas, con infusiones distintas, con estímulos distintos desde que son embriones para predisponer su papel en la sociedad. Hombres clasificados, seleccionados física y sicológicamente como obreros, intelectuales y líderes mundiales, cada uno orgulloso de su papel, cada uno no deseando el papel del otro. Recuerdo ese mundo feliz, del que un día leí, en el que el coito es apenas un vestigio salvaje y primitivo, pues el sexo, al implicar emociones, y posiblemente amor, daba lugar a complejidades que atentaban con la velocidad de la vida común, la productiva, la del sistema; razón por la cual la reproducción ahora era un asunto in vitro, ajena al contacto y a las emociones; supeditada exclusivamente a la utilidad y al producto.

¿Cómo no pensarlo si es que hasta el tiempo de amar se ve afectado? Amar o sentir amor está cada vez más señalado, más demonizado en esta era productiva. Se pierde mucho tiempo conociendo a alguien, aprendiéndolo, sintiéndolo. Son minutos, horas, semanas valiosas que pierde el sistema sin una mente producto que esté pegada a una pantalla consumiendo otros productos y haciendo dinero para conseguirlos. Y entonces las relaciones ahora están ahí también, en las pantallas, para ser adquiridas, consumidas de la forma más fácil y líquida posible. Sin sentimientos, sin resentimientos, el placer por el placer. Un polvo, un novio, una relación al alcance de un swipe right; un corazón desechable, un novio desechable, una relación desechable al módico costo de un swipe left. Individuos completos, naranjas completas que ya no buscan su otra mitad ni en la realidad ni en la poesía ni en los sueños; que ya no buscan hijos biológicos y ni siquiera adoptados, sino gatos y perros, gatos y perros modificados, hechos a la medida en un laboratorio. Y parece que poco a poco el amor, así como el coito, se hace salvaje, se hace primitivo y no merece lugar en la evolución.

¿Cómo carajos no pensar que ese maldito virus hace parte estratégica de todo? Cómo entender lo invencible, mutable e impredecible que es que hasta pareciera un supervillano de las películas en tamaño microscópico, cómo entender el público tan preciso que ataca, los que ya son viejos, a los que el banco no les presta ya, a los que de verdad le cuestan plata al sistema de salud, los que solo harían bulto y exprimirían las arcas del estado ya tan apropiadas de los fondos de pensiones que parecen un botín de limosnas (que habremos de pelearnos con las uñas); los que vienen con esa idea antigua y eterna del amor y del compromiso, cuando hoy se necesita es lo banal y lo efímero, goces del momento que en nada ataquen ni atenten con el sagrado deber de producir y ser producto a la vez.

Pareciera una enfermedad inteligente y selectiva que poco a poco nos recuerda la tragedia de la realidad que vivimos. Me pregunto a cuántos magnates habrá matado ya, a cuántos príncipes, a cuántos nobles de los que aún hay. ¿Por qué tantos líderes corruptos, de esos del oasis del poder y el privilegio, que la han contraído se han recuperado? ¿Por qué no se llevó a Trump, o al Príncipe Carlos o a Jair Bolsonaro como sí se llevó a mi tío o a los miles que mueren a diario en el mundo, que coincidencialmente son todos un nadie, un ninguno? ¿Será que desde un laboratorio enigmático, los líderes del mundo ya están seleccionados desde hace tiempo y su sangre, o su espíritu, o su puta existencia ya tiene corona por encima del resto?

¿Y ante esa inmunidad tan aparentemente ligada a la casta, qué vendrá? El inicio del fin del mundo definitivamente sería uno en el que el miedo generalizado y la ciencia al servicio de unos pocos pudieran tener control sobre todos. Un escenario apocalíptico en el que de tanto en tanto usemos diversas historias como chivo expiatorio para excusar el brote de una nueva enfermedad; y así mismo excusar el derecho a nuestra sangre y nuestras venas, como rebaños, como miembros de un manicomio que se sedan con una inyección periódica. Un escenario en el que se justifique el no contacto con el otro, la no distracción, la vigilancia y la punición a través de las cámaras y la ley, como siendo vistos por el gran hermano. Y de ser así, qué hijueputa maldición haber sido partícipe de la época, qué carga tan pesada contar a nuestra descendencia con añoranza y melancolía sobre aquellos tiempos que fueron mejores. Qué tortura sería recordar y recordar hasta que la última de las vejeces, en un futuro, se fuera a la tumba con la memoria y el anhelo de hacer el amor.

¿Hasta dónde el entedimiento del andamiaje de la vida ha servido para crear y hasta dónde ha servido para destruir? Pienso en Winston Smith y no sé si trabaja en el Ministerio de la Verdad o si trabaja en la OMS o en la ONU anunciando cada día los titulares aximomáticos que se diluyen en las dosis de prensa. No sé si está reescribiendo la verdad día tras día, a punta de datos mayúsculos e hiperbólicos que capten la atención y fracturen las memorias. No sé si la realidad es una urdimbre de mentiras, o por lo menos de verdades programadas, fabricadas en laboratorio, con planes trazados, con trayectorias predichas.

Qué torbellino, qué huracán de pensamientos apenas suscitados por ver a Rider y tratar de resolver la incógnita de su ser peludo. En mi mente pasaron mil vidas, pero creo que aquí en mi reloj apenas pasaron horas, y al lado la música, la comida y tanta mierda de la actualidad que me toca hoy, con duelos, con lutos, con estrellones al cambio y paradigmas en tela de juicio. Luego, acostado en mi cama, abrumado por tantas ideas y teorías que parecían tener justificaciones racionales, conecté el Spotify al televisor, puse a sonar High y me masturbé. Necesitaba de un orgasmo canábico que le diera sosiego a esta ficción.

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