Berekeké

Ha pasado casi un mes desde que la conocí y, aunque he planeado unas tres historias que tengo en borrador sobre ciertas de mis sórdidas experiencias, por alguna razón sentí que llegaría algo que arrasaría con todas y cada una de las letras que no fuesen dedicadas a Ella, o al menos a la magia sublime que estalló de la puntita de su nariz, o de sus nalgas redondas, o de su voz, aquella noche, en aquella tarima, de aquel teatro de su vida y la mía.

Si typear en un chat gastara tinta, juro que en el «acerca de mí» pondría algo así como «deudor moroso reportado en datacrédito por compras al por mayor de bolígrafos, marcadores y demás estilógrafos que suplieran las epopeyas enormes que supone quererle decir que me encanta a través de mil idiomas, canciones y señales». Sí, no paramos de hablar desde que respondió aquel mensaje que, atrevida y decididamente le envié. Como si tuviera todo el sentido del mundo, cada tema, cada palabra, cada anécdota compartida nos unió desde el comienzo; mañana, tarde y noche nos dedicábamos pedacitos de realidad y fantasía que poco a poco nos definían increíblemente en el otro, una vaina loca, inverosímil pero, repito, con una absurda e ineludible coherencia. Era la sintaxis axiomática de dos lenguas que se querían, que se buscaban para significarse entre sí.

Nuestros chats tienen una particularidad que decidimos bautizar como «paquetitos»; desde el primer día las ansias por saber del otro no se hacían esperar, preguntábamos mucho al mismo tiempo, muchos mensajes que, para no perder relevancia uno detrás de otro, eran contestados de forma individual con la opción «responder» en el WhatsApp. Fue así como a través de paquetitos nos dábamos turnos y tiempos prudentes para preguntar, responder y conocer del otro, permitiendo así una conversación que se prolongaba y se hacía cada vez más rica. Entretenernos en la conversación del otro se volvía una droga y ya se hacía necesario vernos.

Me invitó a un evento de canto improvisado, sería la primera vez que nos veríamos y, casualmente, la segunda participación del impro en nuestras vidas. Acepté cagado de susto. Qué pena sería que todos los presentes fueran súper duros en el tema, musicales, artísticos y yo ahí con el talento de un bolardo en un andén; sin embargo me motivaba mucho el plan, era algo nuevo, seducía mi sensibilidad musical y sobre todo mi curiosidad por Ella. Llegado el día me metí a la ducha casi una hora, no quería el más pequeño mugre, ni si quiera un pedacito de mal pensamiento colgando de algún cabello; fui a la barbería (y como había fila me compré un «paquete de papas de limón» que luego le daría como primer detallito tierno, un paquetito lleno de mensajes en papel que ella leería al llegar a casa, y esperé), volviendo al apartamento me traté de peinar como cinco veces y al final me resigné, tal parece que todos y cada uno de mis indómitos crespos estaban decididos a asomarse para verla ese día.

El punto de encuentro era la estación de Niza Calle 127, al rededor de las 5 de la tarde. Llegué, le escribí y mientras la esperaba leí un poco. Pasarían unos cinco minutos antes de darme cuenta, la tenía ya a dos metros de distancia, se detuvo el tiempo. Los sonidos se fueron, las gentes no caminaron más, el sol a casa no quería entrar. Converse negros, jeans verdes, una blusa blanca bajo una chaqueta de jean; una sonrisa perfecta logrando arrugar su naricita respingada y sus ojitos almendra, el cabello ondeando ligeramente por causa del viento que aún se estaba deteniendo… me miraba y yo, un poco aturdido, recién cerraba el libro, me quitaba las gafas y, queriendo decir «hola», fui sorprendido por un súbito abrazo. Ya no sabía si el tiempo seguía quieto o si habían pasado cien años a toda velocidad; la gente corría, los carros pitaban, la vida misma explotaba y nosotros allí, adheridos desde el corazón, las manos aferrándose al otro, los ojos cerrados y las sonrisas brillando. Fue el abrazo más estremecedor y lleno de amor que dos extraños supremamente conocidos se pudieron dar como saludo. Nuestro primer saludo.

Mientras llegamos a la estación de la 45, todo había fluido mucho mejor de lo que esperé. La conversación no tenía pausa, cada vez salía más por hablar; lastimosamente yo no paraba, parecía un loro mojado, sentía que tenía que adelantarle toda mi vida, se lo debía. Nos contamos de todo, sin reservas. Verla caminar a mi lado era toda una experiencia, su estatura, lo delgada y esbelta que era, verla de perfil y querer morderle su nariz, derretirme con su sonrisa, enloquecerme cada vez que jugaba con su cabello recogiéndolo, soltándolo, moviéndolo de lado a lado. Llegamos al sitio, nos sentamos a hablar. Un té, un agua, un banano y un snack vegano que me regaló eran lo que nos separaban mientras empezaba la sesión. Dos o tres abrazos nos sorprendieron durante la espera, parecíamos imanes, hasta que finalmente empezamos. Al entrar en la sala, Bettsy, la facilitadora me saludó, me dio la bienvenida, me explicó en qué consistía el grupo y conversamos un poco como para romper el hielo. Cinco personas componíamos el grupo, dos muchachos, la facilitadora, ella y yo.

El taller resultó ser una cosa increíble. En pocos minutos me di cuenta de que para cantar no hace falta la voz más melodiosa y afinada del mundo. Basta con descubrir el milagro del habla y producir sonidos, ya que en cualquier forma y por cualquier motivo, la voz resulta ser música pura. Por primera vez en mi vida me sentía incluido en ese fenómeno hermoso de la música. Siempre quise cantar, dejarme llevar y hasta hacerlo en público pero pensaba que lo importante era estar afinado, tener buena voz y sobre todo no desentonar con quien compartiera ese momento conmigo, así que al final como que me cohibía y prefería no hacerlo, ni siquiera intentarlo. Cantar te desinhibe, te llena, te construye y te reconstruye, y si compartes la experiencia, si mezclas sonidos, todo lo que allí se entrelace puede construir una orquesta de la nada…

Sin ahondar en más detalles, las actividades que hacíamos consistían en escuchar el ritmo, tratar de convertir los sonidos que recibes en sentimientos y en esos sentimientos engancharte y dejar salir más sonidos, jerigonzas, percusiones… dejarte ir con la música y de la música hacer música. También actuamos e improvisamos canto con histrionismo; al final hicimos una canción con palabras sueltas dedicadas a cinco o seis objetos tirados en el suelo y fue lo máximo, hasta canté en francés. En fin, lo que me importa aquí es contar el instante de magia que, irremediablemente enlazaría mi alma a la suya. Bettsy tocaba la guitarra y, por turnos, cada quién decidía cuando cantar, cuando fabricar sonidos y tejer la melodía del grupo. Sergio, uno de los dos chicos, tenía una voz de cantante de opera tremenda, recuerdo que en su momento, lo que sonaba de la guitarra, la voz grave y profunda, mezclada con palabras sin sentido pero con muchas Tes, Eses, Kas y Eres se me antojaban una historia japonesa en el lejano oeste. Cuando Ella cantaba todo parecía como estar en un barco pero también como en una rapsodia, era mecerse con las olas del mar, en calma y súbitamente presenciar una tormenta, ira, caos… que finalmente hallaban sosiego de nuevo. Su voz era una melodía divina, qué complicado fue decidir si me estaba dejando llevar por la música y lo que me contaba o por ella misma y la sensibilidad que me atraía; parecía que quería besarla mientras cantaba pero sin que ello implicara enmudecer su voz. Finalmente, era yo el último o el penúltimo, no recuerdo bien, estaba muerto de miedo pues todos habían tenido improvisaciones muy buenas, que al final parecían super elaboradas y artísticas, yo no quería hacer el oso.

Bettsy se ocupó en algo así que cedió la guitarra, ahora sería Ella en las cuerdas. Ya la había visto en sus videos cantando con guitarra y piano, era toda una maravilla apreciar eso mismo en vivo. Sabía que solo quedaba yo, tenía nervios así que cerré los ojos. Sus dedos empezaron a bailar en las cuerdas, los acordes brincaban y hacían figuritas de árboles y frutas, era algo selvático, algo con mucha paz y durante un eterno minuto en el que yo era consciente de que todos esperaban mi voz, la angustia y el miedo se esfumaron. Una jerigonza empezó a manar de mi voz y las primeras sílabas que con esfuerzo lograba armar parecían ir encajando cada vez mejor en cada nota, en cada compás, en cada pensamiento suyo que enviaba el siguiente tono a sus deditos bailando sobre los hilos de metal en la madera… «Eee rum be kummm… Eee rum be kummm… Eee rum be kummm… Eee kummm Kummm… Eee rum be kummm… Bere keke… Bere Keká». Absurda y mágicamente ese sin sentido de sílabas dieron paso a una melodía que se alimentaba de palmadas en los muslos y ligeros sonidos de los demás que iban acompañando todo aquello que salía de mi. Me sentí en un trance, me sostenía la música y no me dejaba caer, lo único que tenía que hacer era cantar. Selva, paz, percusión, frutas, silbidos, me latía el corazón, sentía que el miedo se iba, que cada vez la voz era más potente, más precisa, más libre. Todo duró unos cinco minutos o más, había una especie de climax en los tonos, en la música libre, en todo eso que se fabricó de sus manos y mi voz… y de repente la calma, la quietud. Gradualmente me fui despidiendo con silencio de aquel milagro inexplicable que acababa de urdir con mi voz, me sentía sorprendido musicalizando algo que no creí dentro de mí. Estuve cantando con la cabeza mirando hacia arriba, relajada en la nuca, así que me incorporé de nuevo casualmente ubicando mi cara como mirando la suya, abrí los ojos… y encontré su sonrisa brillando entre lágrimas. Se rió con inocencia, se enjugó las las gotitas con el dorso de la mano, dejó la guitarra a un lado y me abrazó, escondiendo su rostro en mi pecho. Sin verla sabía que cerraba los ojos y sonreía, me apretaba con fuerza y luego de la momentánea sorpresa la abracé también. En esa fracción de realidad lo entendí todo, nada había estado más claro… yo era suyo; luego de buscarnos en vidas ajenas, nos encontramos en ese abrazo musical al que pertenecíamos desde el tiempo y hasta el tiempo.

Hacía más de una hora había terminado el taller. Nuestra primera cita, sin haberla querido llamar cita, fue mucho más hermosa de lo que jamás creí. Todo cuanto sentí desde el momento que la vi en aquel teatro se confirmó. Su alma y mi alma se llamaban a gritos y poco a poco parecía que se empezaban a escuchar. Nos sentamos en un centro comercial a hablar de lo que sucedió. Ella decía que las pupilas en mis ojos cambiaban de tamaño de forma intermitente, solo nos mirábamos el uno al otro a poquitos centímetros de cualquier beso que aún en esas circunstancias no hacía falta. Habían complejidades que no lo permitían aún y que debían ser llevadas con cuidado para no lastimar a nadie. No me importaba, ninguno se había puesto a pedir permiso para entrar en este truco inefable del amor y la verdad, a mi me bastaba con saber que ella existía. Parecía que la estuve esperando toda la vida, mi corazón ya había puesto en marcha una vehemente e imparable artillería de detalles e ideas para llamar su atención y derretirla poco a poco… Por ahora quería disfrutar de ese día de abrazos. Eso era, fue nuestro día y noche de abrazos profundos, llenos de amor, encuentro y música. A pocos minutos de tomar un Uber rumbo a casa, enredados en uno más de nuestros abrazos, logré besar sus mejillas con un amor inexplicablemente sincero, disfrutamos de un silencio maravilloso en el que las palabras sobraban… y al final, pidiéndole que cerrara los ojos y que confiara en mí, sujeté su rostro entre mis manos y con la sutileza más pueril por fín le di un piquito en la puntita perfecta de su nariz.

Justo ahora se encuentra a cientos de kilómetros de mí, pero curiosamente más cerca que si estuviera acurrucada en mi pecho como en aquel abrazo musical. Se fue de viaje con su familia a recorrer la costa colombiana. Y aunque alcancé a despedirme regalándole algunas frutas para su viaje y pensando que no íbamos a hablar mucho durante estos días, me sorprendo cada día y cada noche de lo presentes que nos tenemos el uno al otro, disfrutando cada paisaje, cada anécdota, cada foto y canción que nos vamos compartiendo. Mi Spotify me la recuerda desde hace ya como 30 canciones y cada vez, como por casualidad, las listas aleatorias nos envían canciones que parece que gozan de la situación y nos recuerdan el uno al otro, nos cierran los ojos y nos ponen a cantar al mismo tiempo, en la distancia, tomados de la mano en locaciones que mezclan el frío y el calor, el pavimento y las luces con la arena y las estrellas. Hace dos días pasó algo que no me logro explicar y lo que siento es tan grande que tuve que escribirlo para sorprenderme cada vez más. A punto de dormir, nos despedíamos y se me ocurrió escribirle «Erumbekum Berekeke» en homenaje a esa primera noche musical nuestra, a ese algo cualquiera muy bonito que su guitarra logró en mi voz. Se despidió y pocos minutos después me escribió con urgencia. En una mezcla de sorpresa y emoción me preguntó si ya había escuchado «esa» canción. Confundido le respondí «¿cuál canción?». Acto seguido me envía un pantallazo de una búsqueda en google que repentinamente sublimó su curiosidad, en la imagen aparecía como texto de búsqueda «erumbekum» y en las respuestas que daba google aparecía una que decía «berekeká». ¡Boom! se me heló la sangre… no se trató solo de que buscara una de las palabras, sino que bastó con buscar una para que saliera la otra también. ¿Qué era esto?

Erumbekum Berekeké era parte de una canción titulada Berekeke de un cantante brasileño llamado Geraldo Azevedo, canción de la cual yo no tenía ni idea, jamás en mi vida la había escuchado, o por lo menos no tenía un referente o algo que uniera inmediatamente mi memoria a esa canción lo cual fue una sorpresa para mí. De inmediato le respondí que jamás la había escuchado, que era muy extraño y que no dejaba de parecerme absurdo. Busqué en mi Spotify y hasta en mi biblioteca de iTunes donde tengo absolutamente toda mi música y aunque confíe hallarla en la basta sección de géneros brasileños, no la encontré. Estaba en la sala de mi apartamento en un remolino de cosas que no tenían sentido… ¿Cómo carajos resulté vocalizando una jerigonza que terminó ser un renglón de una canción que ya existía y de la que yo no tenía idea?. Tengo dos opciones: la primera y más lógica puede argumentar que el inconsciente en algún momento de mi vida escuchó esa melodía y la guardó, la escondió en los vericuetos de mi memoria, y que de alguna manera, Ella, su guitarra, su música, toda la intensidad de lo que hemos venido viviendo y tanta magia supieron estimular con mucha pericia mi mente, casi como abriendo una caja fuerte con una precisa y bien conocida contraseña para lograr música más allá de la información o incluso del sentimiento. La otra opción que me queda parece una broma, un acertijo que me pone la vida por delante, parece salida de un cuento. La maravilla, la sorpresa y la coincidencia no dejan de abrumarme en un momento de mi Ser en que justamente el Coincidir es el más denso de los paradigmas. Esta segunda opción no tiene explicación lógica, de verdad no la tiene. Se me reveló al otro día cuando decidí investigar más a fondo sobre la canción, sobre Berekeké.

Empecemos con la letra, en tan solo un fragmento se siente que llueven meteoritos. No les quiero mentir, la noche anterior la despedida para irnos a dormir duró casi tres horas, hablamos hasta más de media noche. La escuché llorar de nuevo, la sorpresa de aquel episodio la había tocado hasta la última fibra y nos dejó en las nubes, nos agradecimos desde lo más profundo ese encontrarnos y hallar tanto misterio y amor de mil formas. No había deseado tanto estar junto a ella como ahora, quería ver su cara de sorpresa y confusión y la mía en el reflejo de sus ojos, quería cantarle a las estrellas mil cosas sin sentido, solo por tener la dicha de cantar de nuevo con Ella a mi lado como el tipo que cantaba en esa canción tan cierta y tan pertinente para los dos…

Erumbekum Berekekê

Há muitos sóis não te vejo
Muitas luas não te beijo
Tantas estrelas queimando
Nos mares do meu desejo
Seja fruta todo açúcar
E o amargor da realeza
Pelos ares semeando
Essa estranha natureza
 
………………………………………
Erumbekum Berekeké
Hace muchos soles que no te veo
Muchas lunas que no te beso
Tantas estrellas quemándose
En los mares de mi deseo
Sea fruta todo azúcar
Y el amargor de la realeza
Por los aires sembrando
Esa extraña naturaleza

«Hace muchos soles que no te veo, muchas lunas que no te beso» ¿No les parece salido de los cabellos? ¡Qué locura! ¿Por qué carajos la casualidad, o el amor, o la magia, o el destino me trae esa canción a través de su guitarra para verla llorar de alegría, sentir como me abraza y redescubrirme en ella así sin más, en un evento en el que improvisar es la pauta, en el que nada está preparado, ni destinado, ni dicho… ni cantado? No sé cómo explicar, ni siquiera sé bien qué escribir y casi que estoy tratando de transmitir la sensación de sorpresa y casualidad que sentí, pero sobre todo del sentido y la coherencia que todo esto parece tener. Desde que la vi por primera vez sentí justamente eso, que la conocía, que desde antes la amaba, que todo fue una excusa de la vida para encontrarnos y recordarnos. Aún así no quiero pensar que una de las dos opciones es más acertada que la otra, quizá son una mezcla indefinida pero hermosa en su totalidad. Quizá hay tanta lógica como magia en todo esto, puede ser que la vida me esté dando una lección para empezar a creer en esas cosas que no se experimentan con los cinco sentidos sino con algo más, algo que trasciende. Lo digo porque luego de ver la canción, quedé inquieto con el título, no tenía traducción, parecía de otro idioma, me incliné por una lengua africana relacionando la historia de los negros en el Brasil y la herencia cultural que tanto se refleja en su identidad musical hasta hoy. Busqué en internet en varias páginas hasta que logré dar con el primer fragmento.

«Erum bekum» proviene de lenguas bantúes y significa «nosotros somos». Hasta ahí ya tenía una ansiedad que me comía las uñas… ¡Somos qué! ¿qué es berekeke?. No encontré nada, absolutamente nada durante un buen rato. Hasta que di con una especie de diccionario de onomatopeyas de las lenguas orientales y africanas comparándolas con las onomatopeyas más comunes y estandarizadas de las lenguas europeas. Para los que no saben, una onomatopeya es la representación escrita, codificada en una lengua determinada, de un sonido. Por ejemplo la onomatopeya del ladrido de un perro en castellano es «Guau Guau» o la del maullido de un gato es «Miau Miau» mientras que en inglés son «Wouf Wouf» y «Meow Meow», respectivamente. Varía su escritura de acuerdo a la percepción de los hablantes y al uso gramatical que consideren adecuado para describir dicho sonido. En español se usa poco la W, razón por la cual no se contemplaría tanto el uso de esta para describir el ladrido o el maullido, nosotros somos más literales con los grafemas y los fonemas, decir «Uau uau» como que no pega ¿cierto?, así que preferimos cómodamente poner una G y dejarlo en Guau. En fin, ese fue el paréntesis ñoño lingüístico de mi episodio mágicoamorosodelmundomundial. El caso es que en las mismas lenguas bantúes africanas, existe una onomatopeya para el croar de las ranas y es, por una consonante, la misma palabra que estaba buscando: «Brekeke»

«¿Somos un croar de ranas?» Pffff ¿Qué mierdas es eso? pensé. No entendía nada y hasta ahí llegó mi consulta en internet. Sin embargo el sonido selvático, la letra, el río y el agua que se siente en la canción me dejó con dudas. Así que mi mente empezó a divagar en escenarios poéticos posibles. ¿Sabían que el graznido de un pato (el Quac) es un sonido que no produce eco y la ciencia no sabe por qué?, ¿Se han puesto a pensar que quizá con onomatopeyas se pueda dedicar un sentimiento poéticamente? Sólo piénsenlo «Te vi por primera vez y ¡Boom!», «Me enteré de tus engaños y por dentro todo se me rompió», seguramente en este último ejemplo lo que siente la gente es como si algo de cristal se rompiera e inevitablemente cuando el cristal se rompe hemos de sentir el sonido del mismo quebrándose, ¿verdad?. Sé que me estoy poniendo medio ñoño con esto, pero nada más imaginen que alguien les diga lo siguiente al terminar una relación: «en la inmensidad de mi corazón tú fuiste un graznido de pato, un Quac», no imagino que alguien lo haya dicho aún, pero si Fulanito entendiera que lo que Sutanita le quiso decir fue básicamente que él pasó por su vida sin resonar, sin dejar eco, pues como mínimo se tira a llorar. Así que con estas ideas estallando en mi mente me puse a buscar «Significado del canto de las ranas». Luego de un rato, encontré dos fuentes que se asemejaban a todo este fenómeno de casualidades, mientras más leía más me emocionaba. Una de las fuentes hablaba del significado del canto de las ranas en culturas asiáticas y africanas, justo lo que buscaba. En Africa el canto de la llana trae lluvia y con ello limpieza de la tierra. A las ranas las relacionan con las lágrimas y con la limpieza del alma que éstas causan también. La rana es metamorfosis, es un sinónimo de cambio. En Japón es un indicio de buenas nuevas, de prosperidad y la asocian con alegría y felicidad. Hasta el momento todo parecía fantasía de la bonita pero no hallé un argumento aún más fuerte que me hiciera poner los pies en la tierra. Sin embargo encontré un artículo, uno de bien cerquita, de aquí en Colombia. Un artículo de la revista Unimedios de la Universidad Nacional, hacía un estudio en el que se demostraba que el cantar de las ranas era vital para su supervivencia. Las ranas crecen en soledad, son solitarias y aunque pueden vivir cerca de muchas de sus semejantes por la proximidad al agua, se mantienen distantes.  Solo gracias a su canto se llaman, se llaman a distancias largas, se llaman entre muchas tantas y a veces por mucho tiempo. Solo cantando y escuchando se eligen, algo en su melodía las mueve y las hace encontrar a la correcta siempre.

Al final de todo esto, me dolía la cabeza y fue entonces cuando entendí que no podía irme por la opción más lógica o la más romántica, sencillamente ambas trabajaban de la mano para traer la más linda epifanía de amor vedada al conocimiento humano.  El corazón lo tenía como una licuadora llena de pepas de aguacate. «Erum bekum, brekeke» solo podía significar lo más hermoso que jamás descubrí con alguien. El parecido con todo lo que sucedía entre ella y yo, con la letra de la canción, con los sentimientos y la conexión que teníamos estaba lejos de cualquier comprensión. Cambio, metamorfosis… todo era tan evidente. ¿Cómo un tipo mujeriego y hedonista como yo, casi que huyendo del amor estaba ahora llorando de sorpresa por una casualidad salida de control que le daba sentido a todo su universo de la forma más sutil y hermosa?, ¿Cómo explicar que el gusto lascivo por esa mujer divina en aquella tarima tomó un rumbo totalmente distinto cuando escuchó su voz… cuando horas más tarde la escuchó cantar?. Era ella, solo podía ser ese el mensaje. «Erum bekum brekeke» significa «Somos un canto de rana»… Emebé es eso, mi ranita. Ella y yo somos un cántico de ranas dejando que la música sea nuestra verdad.

Luego de cantarle al libro de Benjamin Lesage, al reloj, a la moneda, al cuaderno y al paquete de chicharrones de soya en el suelo. Lo que quedó de la canción nos quemó con una fuerza enorme en el pecho. Solo había música y amor destilados en el aire. Cada uno se abrazó con el otro, abrazos sinceros… obviamente el abrazo de Ella y yo fue el más lindo, la levanté del suelo, la sacudí un poco, besé su cuello y le di las gracias. El mensaje que Bettsy dejó al final con respecto a la fructífera sesión musical quedará como la moraleja más sabia que he escuchado, el mensaje que precedería las maravillosas aventuras e historias que estaban por venir luego de esa noche insoslayable:

«De las cosas más absurdas y mágicas terminan saliendo las más coherentes, las más llenas de sentido»

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3 comentarios sobre “Berekeké

  1. Impresionante. Vaya que hacías falta, chico. Me preguntaba dónde andabas y reapareces con esto. Creo que hoy será un buen día para creer en la magia y el amor. Desde Valencia os enviamos un abrazo fuerte a ti y a Emebé!

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  2. Me enamoré de cómo escribís chico… es increíble como podes juntar tantas experiencias y volverlas una prosa tan exquisita. Ya entiendo tu descripción… sos un creyente del amor; por consiguiente debo decir que me enamoré de Emebé también, ha de ser un amor «meteórico» como vos mismo decís para que tantísimas maravillas puedan engendrar todo esto que leo. No te felicito a vos, los felicito a los dos!

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  3. Leí primero este post y luego el de Emebé. Pensé que este contaba una historia muy mágica y poco real pero cuando leí el otro lo conecté todo y supe que era cierto todo, me di cuenta que esa mujer Emebé existe. Y para serte franca sigo impactada con todo… cuanto amor en lo que escribes, cuanto amor en ese encuentro, cuanto amor en esa mujer que te encontro a ti. Espero el futuro siga trayendo más de esta historia… felicito al mundo por permitir que dos personas así existan y se junten! Un abrazo desde mi oficina en Tunja… tengo que seguir trabajando jajajaja

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